Escala necesaria en una Paros íntima
Ulyfox | 15 de enero de 2021 a las 21:24
No sé si lo sabéis, pero Paros es una de nuestras islas favoritas, dentro del inmenso amor que profesamos a las islas griegas. Eso, y lo largo del trayecto entre Santorini y nuestro siguiente destino programado en Siros, nos aconsejó hacer una escala en este lugar, del que ya he hablado muchas veces, he visitado otras muchas más y he aconsejado a numerosos amigos. Así que uno de los buques de la magnífica compañía Blue Star Ferries nos llevó hasta los muelles de la blanca Parikia, por nuestro simple gusto de pasar una noche en la capital.
Y nos encontramos una Parikia desconocida por lo solitaria que estaba en ese atardecer de mediados de septiembre. Nos recordó a nuestra primera vez, hace ¡26 años! Entonces, Paros era una isla casi desconocida para el turismo mundial, excepción hecha de los franceses, que siempre han tenido una predilección inusual por este lugar rico en mármol, y al llegar a mediodía encontramos un pueblo blanquísimo y desértico que por eso nos defraudó. Sólo horas más tarde comprendimos que todos estaban en la playa, al ver cómo la tarde llenaba las calles.
En esta ocasión, ni siquiera la caída del sol animó el ambiente. Callejones solitarios y rincones vacíos, tiendas sin clientes y restaurantes con sitio de sobra. No nos produjo ningún desaliento porque hacía tiempo que no veíamos tan detallada y tranquilamente la belleza de Parikia, que es como una Mikonos en pequeñito, mucho más auténtica y a la vez más elegante. En los últimos años, el turismo masivo había empezado a tocar Paros, lo que equivale a estropearlo, y esta vuelta forzada a lo natural por las restricciones de la pandemia nos complació por volver a recordar viejos y lejanos tiempos. La minúscula ciudad aparecía íntima y casi exclusiva para nosotros.
No nos dio tiempo más que para un paseo todo lo tranquilo que os podéis imaginar y una cena en una trattoria que nos llamó la atención nada más pasar por delante, frente al mar: Bacco Paros. Donatella y Guido, triestina ella y friuliano él, una simpática y habladora pareja de italianos que conocía muy bien Cádiz y Andalucía, estaba al cargo del negocio y pasamos una estupenda velada entre conversaciones y pasta, rematada por el mejor final: una copita de grappa Nonino, la mejor del mundo probablemente.
Una cosa: con Paros nunca habrá para nosotros un final, porque volveremos siempre y mientras podamos.
A los pies del acantilado volcánico
Ulyfox | 9 de enero de 2021 a las 20:16
La lubina era hermosa, llamativa, gruesa de lomos y por tanto imposible que su procedencia fuera de piscifactoría. Su apariencia era tan atractiva que, pese a mis ganas de variar de pescado, tuve que pedirla. Estábamos en la taberna Sunset (extraño nombre en inglés, qué le vamos a hacer, con lo bien que suena en griego ‘Iliovasílema’), pegaditos al mar en un día ventoso pero luminoso, en el puertecito de Ammoudi, con el pueblo de Oía (recordemos que se pronuncia Ía) situado justo encima, a 120 metros y colgado del acantilado volcánico del extremo norte de Santorini.
Era el segundo y último día de los programados para la estancia en la bellísima isla del Egeo, la más meridional de las Cícladas. En realidad, el almuerzo en Sunset era la principal actividad que habíamos previsto para ese día. Recordábamos otra jornada pasada allí mismo, en nuestra última visita, con otro pescado memorable, esta vez frito y que nos recomendó el encargado del restaurante.
Desayunamos opípara y tranquilamente en el hotel, con el desayuno servido en la terraza del apartamento, abierta a una mañana brillante y cegadora. El plan no incluía, aparte del almuerzo, mucho más que volver a repasar Oia con parsimonia.
Esa mañana el pueblo registraba un poco más de actividad. Por encima de terrazas, en callejones, en todas las esquinas había grupo de jóvenes fotografiándose ante el escenario más hermoso posible, ellos adoptando poses heroicas y ellas con actitudes seductoras. Material inigualable para instagrammers.
Había gente, pero nada comparable con los tiempos anteriores a la pandemia de coronavirus. Se dejaba notar sobre todo la ausencia de unos visitantes habituales como los chinos, y sobre todo de chinas, que suelen traerse vestidos coloridos, y muchas de ellas su traje de novia, para hacerse la foto irrepetible sobre las terrazas blancas y con el fondo azul del mar y de las cúpulas.
Nos dio tiempo a tomar un café en un barecito asomado al acantilado, y a presenciar un amago de pelea grave entre un cliente azuzado por su compañera y un camarero. Un cliente seguramente nacido para mediador puso paz, frágil pero efectiva, entre los dos.
La segunda parada fue en un local minúsculo con balconcito sobre la calle, ideal para ver pasar a la gente. Allí fue una cerveza la que acompañó el descanso, mientras oíamos la conversación de unos italianos que contaban al dependiente, de la misma nacionalidad, cosas de su tierra natal y comparaban precios y calidades, y unas islas con otras. Como nos gusta criticar, dedujimos que eran un grupo de pijos repelentes.
Después, por fin bajamos a Ammoudi, desde las cercanías de las ruinas del antiguo castillo veneciano, descendiendo unos 300 escalones por un camino empedrado de cantos rodados que serpentea en algunos casos con pronunciada pendiente, y en el que hay que sortear (aunque en esta ocasión no tanto) una buena ración de excrementos de mulos. Hay que mirar mucho al suelo, pues, pero si no se va con prisa, la bajada da para numerosas paradas y, por supuesto, abundantes fotos.
Abajo, en la pequeña bahía, tampoco falta el color, sobre todo en las tabernas y en algunas casetas usadas por los pescadores. Arriba, las casas de Oia parecen a punto de caerse sobre nosotros y enfrente aparece tentadora la costa del también habitado islote de Therasia, al que se puede arribar en barco en poco más de diez minutos y que alguna vez visitaremos para quedarnos al menos una noche. Pero tampoco fue esta vez.
Acomodados en primera línea, en una mesa situada prácticamente sobre el agua, disfrutamos todo el tiempo que pudimos de la comida, que acompañamos con uno de los deliciosos vinos de Santorini, en esta ocasión de la variedad Assyrtiko.
Después, como unos señores, pedimos un taxi que nos devolviera a las alturas, y aprovechamos para disfrutar de nuevo de las vistas y del sol declinante. No eran chinos, pero vimos también a los inevitables novios que usaban el decorado natural para perpetuar tan feliz momento.
Extraña Santorini
Ulyfox | 27 de diciembre de 2020 a las 19:35
Los restos del ciclón ‘Jano’, que la tarde anterior había descargado sobre Heraklion, soplaban sobre el barc0, agitando las olas cuando salíamos del puerto de la antigua Candia rumbo a Santorini. El Egeo estaba movidito pero el Superferry, un catamarán enorme, aguantaba bien los embates camino de la isla también llamada Thira, que fue destruida hace más de 3.000 años por la catastrófica erupción de su volcán, explosión que según parece también pudo ser la causante de la desaparición de la civilización minoica en la lejana isla de Creta. A su encuentro íbamos, impulsado también por la certidumbre de que sería una de las últimas ocasiones de ver tan hermoso lugar sin las aglomeraciones insoportables de los últimos años, y con la extraña sensación de viajar en un barco casi vacío.
Poco antes de la llegada, el viento amainó bastante y, de cualquier forma, dada la forma semicircular de la isla y las altas paredes de lo que fue el cráter y ahora es un abrupto acantilado, en el interior de esta bahía las aguas siempre se calman. En medio de la bahía, el volcán todavía activo. Su última erupción ocurrió en 1956, y destruyó parte del pueblo de Imerovigli.
Arribamos al puerto de Athinio, el único preparado para grandes barcos, a media mañana y allí nos recogió nuestro transporte hacia el hotel Thirea Suites, en el extremo septentrional de Santorini, en Oia (pronúnciese Ía), la población más bonita de la isla. Ascendimos las curvas desde el muelle y, al cabo de media hora y de recorrer casi toda la isla, la furgoneta paró a la entrada del pueblo. El sistema funciona así: el transporte deja a los viajeros ahí, y en ese lugar los empleados de los hoteles esperan y conducen a sus clientes hasta las puertas del establecimiento, llevando además sus maletas.
Se agradece porque la mayoría de los hoteles en Oia están colgados del acantilado, y eso supone que la entrada y salida de ellos se hacen por unas empinadas y muchas veces estrechas escaleras. Los diferentes establecimientos están prácticamente unos encima de otros, lo que garantiza unas vistas espléndidas sobre la caldera, como se llama a la parte de la isla que mira hacia el volcán. El trabajo de los maleteros es duro, así que lo apropiado es darles una buena propina.
A nosotros nos tocó Aslan, un albanés fornido que manejaba las valijas de 20 kilos como si fueran portafolios. Le comentamos: hace bastante viento. “Aquí arriba sí, pero abajo no se nota”, dijo convencido. Y era verdad, el fresco que se sentía en el borde superior de la caldera se convertía en calor un poco más abajo, protegido como estaba del aire del norte por la pared volcánica.
Habíamos elegido el Thirea Suites porque esta vez, aprovechando también la bajada de precios, queríamos conocer la forma más popular de alojarse en Santorini: el lujo. En nuestras numerosas visitas anteriores, nos habíamos quedado siempre en el mismo lugar: los apartamentos Vallas, mucho más modestos pero espléndidamente situados en un barrio algo alejado de Fira, en la apacible Firostefani, casi colgados sobre la Caldera. Atendidos por los hermanos Andonis y Vasilis, siempre había sido nuestra parada, y en su pequeño bar se toman unos desayunos con vistas incomparables. A Oia siempre habíamos ido de visita, pero ahora queríamos vivir dos días allí, y no nos movimos del pueblo.
Oia es la postal de Santorini. Cuando uno piensa en esta parte de Grecia, imagina siempre sus cúpulas azules, sus campanarios blancos y sus fachadas multicolores que se derraman sobre el mar, sus cuevas habitadas y sus atardeceres admirados en todo el mundo. Todo esto es verdad, pero la estancia en el Thirea Suites nos demostró algo que ya sabíamos: que la mejor vista no está en esta incomparable y pequeña población que ha crecido enormemente al amparo del turismo, sino en Fira, la capital situada a unos kilómetros, y que por su posición central domina todo el singular panorama.
El hotel, sin ser ni mucho menos el más lujoso de Santorini, es un derroche. En sus instalaciones sobra espacio, sobra confort, y rebosa la vista frontal sobre el mar, justo a la entrada de cada apartamento. Una bañera jacuzzi en la terraza exterior completa la sensación de placeres innecesarios. En realidad, basta con estar echado en las tumbonas mirando el horizonte.
Lo primero que hicimos, una vez que dejamos nuestro equipaje y a la espera de que las habitaciones estuviesen listas, fue planear un paseo por el pueblo y buscar un lugar donde desayunar. El paseo se hizo lento por la imperiosidad de parar a cada momento a disfrutar del espectáculo y sacar fotos. El día no estaba muy brillante, pero, desde lo alto, la imagen de cúpulas y terrazas sobre un fondo marino azul plateado que reflejaba los rayos de sol entre las nubes componían una visión de gran belleza.
Desde luego, no estaba lleno, pero la cantidad de turistas por la estrecha calle principal era mucho mayor que la que habíamos visto este año en las otras islas. Santorini sigue siendo escenario para instagrammers, influencers y todos esos nombres ingleses que se han inventado para denominar al exhibicionista fotográfico. Aunque estaba prescrito aquí, nadie llevaba mascarilla excepto nosotros y, por supuesto, los camareros y dependientes de los comercios y hoteles.
Así que se nos pasó la hora del desayuno y terminamos haciéndolo a esa hora intermedia para la que los sajones, expertos en flexibilidad lingüística, han llamado brunch, híbrido entre breakafast y lunch. Y fuimos a caer en un lugar, el café 218, en el que dimos cuenta, sobre el mar y frente al infinito, de un potente desayuno, inglés por supuesto.
Como todo era tan perfecto, prolongamos el mini almuerzo y luego el paseo hasta el extremo de Oia, donde confluyen todos los ávidos de atardeceres programados del mundo. La belleza permanece intacta y aún más evidente por la ausencia de multitudes, aunque eso no quiere decir que hubiera poca gente. Era sólo que se podía andar por las calles y hacer fotos con algo más de tranquilidad.
Volvimos al hotel para aprovechar las horas de la tarde en nuestro hotel de lujo: miradas al atardecer, pequeño baño por compromiso y capricho en el jacuzzi, lectura frente al mar, aseo y afeites en un cuarto de baño inmenso y salida para ver el atardecer, fotografiar su luz y sus reflejos y cenar temprano.
Lo que parecía una tarde tranquila y sin masas se convirtió de pronto en un río de gente en sentido contrario a nuestra marcha: la gente acababa de contemplar el atardecer en el extremo de Oia, sobre las ruinas casi irreconocibles del antiguo castillo veneciano, y volvía probablemente a sus coches y autocares de excursión. Por un momento, Santorini se pareció al de los años previos al coronavirus.
Y luego, la mini multitud llenó la calle mientras nosotros buscábamos un lugar adecuado para cenar. A lo justo encontramos un sitio y recalamos en Thalami, un restaurante de aire moderno, con especialidades sabrosas y un servicio amable y dispuesto. Disfrutamos con la fava (especialidad de la isla, una especie de humus pero con judías), los rollitos de pasta filo rellenos de marisco y los filetes de sardina a la parrilla.
El primer día fue perfecto, en una extraña Santorini sin masificar.
Creta con y sin coronavirus
Ulyfox | 14 de diciembre de 2020 a las 20:52
He hablado tantas veces de Creta que no sabía si volver a escribir una entrada sobre esta isla que es la esencia de Grecia en tantas cosas. Pero una circunstancia tan especial como la vivida en estos meses por culpa del coronavirus hace que merezca la pena describir una estancia parecida a otras, pero a la vez tan distinta.
En Creta comenzamos esta vez con nuestra habitual y gozosa cena anual con los amigos de Sitía, que ya os contamos. Allí casi no había medidas de seguridad. Como en buena parte de la Grecia que visitamos este año, no era obligatoria la mascarilla si no era para entrar en los comercios. En lo único que se notó fue en que tuvimos que levantarnos de la amistosa mesa a las doce de la noche, después de “sólo” tres horas y media de raki… La noche de viernes bullía en toda su multitud en el paseo junto al mar de Sitía, y nada hacía pensar que estábamos viviendo una crisis sanitaria mundial. En esa provincia del oeste de Creta el virus prácticamente no estaba teniendo ninguna incidencia.
Al día siguiente emprendimos la sinuosa carretera que lleva a la costa oriental y a uno de nuestros rincones favoritos: las playas de Xerócampos, de maravillosas arenas casi blancas y transparentes aguas distribuidas en varias calitas en forma de media luna. La paz total encontramos en las que otras veces hemos hallado llenas, aunque no es un sitio que se masifique precisamente. El almuerzo en una casi solitaria taberna Akrogiali (La Orilla) ayudó a la sensación. El camarero se alegró tanto de tener clientes como de que habláramos español, que había empezado a estudiar en el pasado curso, y durante toda la comida intentaba palabras en nuestro idioma.
Habíamos elegido para pasar la noche una atractiva opción, los apartamentos Lithos Houses. Al volver de la playa comprobamos que la elección había sido más que acertada. Se trata en realidad de unas preciosas villas en dos plantas, con materiales naturales, amplias terrazas, y dotadas de todos los servicios, que nos parecieron ideales para pasar unos días. La dueña, Eleni, se reveló como una emotiva mujer que nos agradecía al borde de las lágrimas que hubiéramos elegido su establecimiento, al tiempo que nos explicaba lo que ella quería conseguir con él. “Quiero que la gente sepa como es la vida tradicional en esta parte de Creta -nos decía-, y veo que gente como ustedes son la que da sentido a esta idea mía”. Todo un homenaje. Lamentaba mucho el poco ingreso que había tenido este verano y no creía poder superar una repetición de la tragedia, pero aun así, entre sus pérdidas no figuraba la de la generosidad.
Eleni llamó a la puerta poco antes del anochecer para regalarnos una botellita de vino clarete de su propia cosecha. Debió parecerle poco porque al rato volvió a llamar con un plato de yemistá (verduras rellenas) y dolmades (exquisitas hojas de parra también rellenas). Se disculpó por anticipado: “No me han salido tan bien como siempre, pero es que hoy regresaba mi marido de toda la semana en Sitía y se me ocurrió de repente hacerlas para la cena”. Estaban buenísimas y soñamos con cómo serían cuando las cocina con más tiempo. Otro plato de frutas completó una cena insospechada y riquísima en la que no faltó el raki que, naturalmente, estaba a libre disposición en la nevera.
Cuando viajamos a Creta, ya lo hacemos como el que va a su lugar de siempre, y con la sola intención de volver a los rincones conocidos y a abrazar a los amigos, aunque sigue habiendo, por fortuna, margen para sorpresas como las de Eleni y su Lithos Houses. Así que por eso la jornada siguiente nos encaminamos a Kato Zakros, muy cerca, espléndida en su pequeña bahía, con su peculiar playa que según el humor del tiempo un año tiene arena y otro sólo grandes piedras, su hilera de tabernas junto al mar y los restos de su milenario palacio de la época minoico, en cuyas piletas se bañan las tortugas.
Allí nuestra cita anual es con Kristóforos, el cantarín dueño de la magnífica taberna Nostos, y su hijo Kostas, que esta vez regalaron nuestro paladar con un guiso de cordero, una ensalada cretense y unos calabacines fritos que nos dejaron entregados de nuevo y por siempre. Kato Zakros estaba sufriendo en los últimos años un asedio turístico desbordante para su pequeño tamaño, pero en esta ocasión fue, mucho más de lo normal, el remanso que aun viviéndolo con intensidad crees imposible que exista.
Nuestro alojamiento en ese rincón privilegiado de Creta y del mundo son siempre los apartamentos de Stella. Amueblados de manera rústica y con elementos fabricados en su mayoría por Ilías, el marido pensador, explorador, culturista y polifuncional, son un refugio de paz en medio de un gran jardín con apabullantes vistas al fértil valle, a la salida de la Garganta de los Muertos y la bahía de Kato Zakros. Ellos dos, que también regentan el alojamiento Terra Minoika, son con su hijo Stratis los únicos habitantes durante todo el año del enclave. Charlar con Stella mientras te pone un café, corta verduras y atiende a los clientes, siempre es un placer.
Pasar al menos un día en Heraklion, la capital de la isla, es otro de los agradables deberes de nuestras visitas. Normalmente hay que hacerlo para entrar o salir, ya sea en barco o en avión, pero, aunque no gasta fama de bella, sería una insensatez no disfrutar de la amplia oferta cultural de la ciudad, de sus maravillosos restaurantes o simplemente de la animada vida que exhibe.
Naturalmente, acudimos a nuestra cita gastronómica con el mezedepolio (bar de entremeses) Ladókolla, y con la ouzeri (lugar para tapear con ouzo) Hipókampos, uno de los primeros locales que conocimos en Creta. Aunque, aquí sí, era obligatorio el uso de mascarilla, la despreocupación parecía la tónica dominante.
Además, Heraklion tiene dos lugares que hay que revisitar continuamente: uno es el Museo Arqueológico, recientemente renovado y que es uno de los mejores de un país en el que en cuestión de arqueología es difícil ser el mejor. Su colección de muestras de la cultura minoica, esculturas, sarcófagos, joyas, armas, juegos de mesa y ¡los frescos! es única en el mundo. Piezas como el fresco de la Tauromaquia, el vaso de los segadores, el sarcófago de Agia Triada, el enigmático disco de Festos y la finura especial del pendiente que muestra dos abejas con una gota de miel, entre otros cientos, nos enseñan la altura de aquella civilización antigua, probablemente la primera de ese nivel del mundo occidental.
El otro lugar único está a apenas cuatro kilómetros: el palacio de Cnosos, el reputado como hogar del rey Minos. Aunque reconstruido en buena parte con demasiada imaginación por el arqueólogo Richard Evans, lo que le da un aire demasiado falso, es un sitio perfecto para hacerse una idea de lo que fueron esas grandiosas construcciones con las que los minoicos asombraron al mundo. Su tamaño y la cantidad de estancias intrincadas le han valido que muchos sitúen también allí el Laberinto en el que Minos encerró a un monstruo terrible mitad hombre y mitad toro: el Minotauro.
Nikos Kazantzakis, el gran escritor cretense, escribió sobre este enclave en su autobiográfica Carta a El Greco': “El misterio de Creta es profundo. El que pone el pie en esta isla siente una fuerza misteriosa, cálida, llena de bondad, que se expande en sus venas y hace crecer su alma. Pero este misterio se ha hecho aún más rico y más profundo a partir del día en que se descubrió, hasta entonces oculta en la tierra, esta civilización tan abigarrada, tan distinta, tan llena de nobleza y de alegría juvenil”. Y un amigo francés, que le acompañaba, respondió cuando le preguntó en qué pensaba: “En Creta y en mi alma… Si volviera a nacer, querría ver la luz aquí, en esta tierra. Hay aqui un encanto invencible.”
Visitamos, entonces, con tiempo y sin demasiadas aglomeraciones esos dos centros de la cultura mundial, aunque lamentablemente Cnosos tenía algunas de sus estancias más hermosas cerradas por culpa de las restricciones del covid 19. Se veían grupos de turistas, pero logramos con facilidad hacer una cosa imposible durante años: sacar fotografías de rincones sin gente.
Y, por supuesto, por supuesto, por supuesto, pasamos varios días en La Canea, nos alojamos como casi siempre en el sencillo Hotel Helena, con la panorámica habitación de siempre y sus vistas al puerto veneciano, y la hospitalidad singular de Andonis el dueño, y de su hijo Yorgos, que tuvieron el impagable detalle de invitarnos a cenar en Kantouni, una de sus tabernas de confianza, fuera del recinto amurallado.
En esa misma ciudad, la más bella de Creta, fuimos también otra vez a cenar al restaurante Glositses, que tiene las mejores tzouzoukakia que hemos comido, pero esta vez no pudimos saludar a Christos, el encargado que no apareció por allí. Y por supuesto, desayunamos cada mañana conversando con Yiannis, el de la voz susurrante, en su familiar café Meltemi, al final del puerto, en la bien llamada esquina de los Ángeles, porque así se denomina la calle, Angelou.
Fuimos a la fabulosa playa de Falasarna, pero ese día tocó viento y nubes, y desandamos el camino para descubrir y quedarnos en el pequeño arenal de Molos, en las cercanías de Kisamos y no muy lejos de su viejo puerto. Curiosamente, allí el día era perfecto. Y todo esto lo hicimos sin las aglomeraciones propias de otras temporadas, viviendo el único lado bueno que ha tenido esta pandemia de coronavirus, tema central de todas las conversaciones que allí tuvimos.
Así que pensamos en cómo sería esa meca del turismo masivo en que se ha convertido la impar Santorini, en este año sin aglomeraciones. Y resolvimos hacerle una visita, pero eso lo contaremos en la siguiente entrada.
Una visita (en) pendiente
Ulyfox | 30 de noviembre de 2020 a las 20:15
El monasterio Katholikon, con la iglesia incrustada en una pared de la garganta.
Habíamos querido hacerla varias veces. De hecho, una de ellas incluso iniciamos el camino, pero la hora y el calor que caía nos convencieron de volvernos antes de la mitad del trayecto. Era la visita al monasterio Katholikon, escondido en las profundidades de una pequeña garganta al norte de la península de Akrotiri, cerca de la bellísima ciudad de La Canea. No hace falta entenderla para admirar la peculiar costumbre de los griegos ortodoxos de colocar muchos de sus santuarios en los lugares más difíciles e inaccesibles.
Esta vez, por fin todo se alineó para que pudiéramos llevar a cabo la visita. Akrotiri, una meseta de forma redondeada, es un paraje sembrado de iglesias peor o mejor conservadas y monasterios fortificados, algunos de los cuales son de belleza excepcional, como los de Agia Triada (Santa Trinidad) y Kyrias ton Angelon, es decir Nuestra Señora de los Ángeles, aunque es más conocido como Gouvernetos. Para empezar la caminata a Katholikon hay que pasar por delante de Agia Triada y llegar a Gouvernetos, y dejar el coche antes de la cerca de este último. Si se quiere visitar este singular edificio de fachada con columnas labradas hay que asegurarse antes de los horarios, que son muy restringidos.
Nosotros pudimos verlo en su día, pero esta vez estaba cerrado, y pasamos por delante de su muro, casi como un castillo. El tiempo, afortunadamente, acompañaba para la caminata, puesto que el sol no era muy fuerte y además soplaba de vez en cuando un viento refrescante. El camino está bien pavimentado al principio y es siempre cuesta abajo. Se pone más incómodo llegando a la iglesia de San Antonio y la anexa cueva de Panagia Arkoudiotissa, ambos edificios casi abandonados y en ruinas aunque mantienen trazos de uso esporádico para cultos, como velas y altares improvisados.
El panorama es casi desértico y pedregoso cuando empieza el pronunciado descenso por las paredes de la garganta Avlaki. Nada más comenzar a bajar se divisan algunas ruinas y cuevas que fueron habitadas por eremitas. La pendiente casi vertical hace pensar que sus moradores buscaban evitar en todo lo posible las visitas y procurarse una vida ciertamente retirada. Por fin, tras mucho descender por un sendero lleno de curvas cerradas se divisa el Katholikon. En primer lugar, el impresionante puente que se construyó para salvar la garganta y crear delante del monasterio una gran plaza o patio. El interior de los dos grandes pilares servía además de almacenes.
El monasterio Katholikon, cuyos restos son aún impresionantes, conserva las celdas de los monjes y una iglesia excavada en la roca con un hermoso campanario. Fue erigido en el lugar en el que se encontraba la cueva donde murió San Juan el Eremita en el siglo XI, y a partir de entonces se convirtió en el centro ascético más importante de Creta y refugio de ermitaños, tanto el monasterio, con alojamiento para peregrinos, como las numerosas cuevas de las proximidades.
Fue en el siglo XVII cuando se terminó el gran complejo cuyos restos son visibles hoy, así como el puente, y todavía admira a la vista y al ánimo cómo se pudo llevar a cabo toda la obra y cómo el centro religioso tenía tantos visitantes, si tenemos en cuenta las dificultades de su acceso. Este esplendor acabó cuando en el siglo XVIII las costas de Creta se convirtieron en objetivo de los piratas, y los monjes se vieron forzados a abandonar el monasterio y retirarse un poco más al interior, entre los muros del monasterio Gouvernetos.
Si se continúa descendiendo y hacia el mar, la garganta acaba en una grieta rocosa por donde entra el mar, con los restos abovedados del que fuera puerto del monasterio. Pero eso no llegamos a verlo ni a bañarnos en sus aguas que dicen turquesas, puesto que ahí nos quedamos junto al monasterio, recorriendo el paraje con el corazón satisfecho y preparado para la ardua subida de vuelta que nos esperaba. Aunque creíamos que íbamos a estar solos, eso no fue así en ningún momento.

Detalles del interior de la iglesia del monasterio Katholikon, en la cueva donde murió San Juan el Eremita.
Es verdad que había muy poca gente, apenas tres parejas de andarines, y entre ellas, una armada con un dron que hicieron volar allí mismo para tomar imágenes, rompiendo con su zumbido la paz del sitio. No quisimos ni imaginar el gentío que acudiría en pasados veranos de prepandemia a este lugar, que en otro tiempo más lejano fuera centro de retiro y espiritualidad.
La subida fue efectivamente dura pero, tomándonos los suficientes descansos, llegamos a la cima enteros y en poco más de media hora, y con todo nuestro ser dispuesto a dirigirnos a la tranquila y familiar playa de Marathi, escenario de aguas azules en la bahía de Suda, con las cumbres de las Montañas Blancas al fondo, con un espigón de barcos pesqueros y con uno de los mejores restaurantes de Creta, el Patrelantonis, que nunca dejamos de visitar cuando estamos en La Canea. ¿Qué mejor lugar para reponerse del esfuerzo y poner en orden los recuerdos de una mañana que ya será siempre inolvidable?
De Préveza a Creta volando por media Grecia
Ulyfox | 24 de noviembre de 2020 a las 20:23
“Es muy probable que sean ustedes los únicos pasajeros en el vuelo a Sitía”, nos dijo la taxista que nos dejó en el aeropuerto de Préveza. Era el comienzo de una singular peripecia con final feliz, que ya conté hace poco y brevemente en otra entrada. Pero merece la pena relatarlo con más detalle.
Llegamos con mucho tiempo, y en el aeropuerto estábamos efectivamente casi solos. Lo achacamos a que era demasiado temprano y que alguien más se sumaría. No fue así. Abrieron el mostrador de facturación de Sky Express más tarde de lo previsto, y sólo nos acercamos nosotros dos. Y ahí ya nos advirtieron que el vuelo saldría con un retraso de casi una hora. En estos casos, nuestra preocupación no suele ser mucha. Estamos de vacaciones y en los viajes puede ocurrir de todo…
Nuestra única inquietud era que esa misma noche habíamos quedado para cenar en Sitía, al este de Creta, con un grupo de amigos. Bueno, pensamos, aún nos da tiempo de parar en el hotel, ducharnos y poco más. Al poco tiempo, un aviso en la pantalla nos anunció que el vuelo se retrasaba de nuevo, y ya dijimos: pues nos vamos a cenar sin ducharnos.
Por fin, la azafata nos vino a buscar diciendo que podíamos pasar a la zona de embarque y que lo haríamos en media hora. Muuuucho tiempo después, cuando ya habíamos retrasado también la hora de cenar con los amigos y solos ya en una sala desolada ante la puerta de embarque, la misma azafata y otra compañera nos vinieron a buscar con cara de circunstancias. “Su vuelo se ha cancelado -nos dijeron-, hoy no saldrán hacia Sitía”.

En el hotel Holiday Inn de Atenas, la noche extra que tuvimos que pasar allí por cuenta de Sky Express.
Se nos mudó la cara. El impacto no lo mitigó de momento ninguna de las tres alternativas que nos ofreció la empleada: “Podemos devolverles el dinero, o bien darles billete para otro vuelo en otro día, o bien podemos hacer que embarquen ahora en un vuelo hacia Alexandroúpolis, y a continuación tomar otro hacia Atenas, dormir en un hotel en Atenas y mañana temprano volar hacia Heraklion (capital de Creta); después tomarían un taxi hasta Sitía, todo por cuenta de la compañia, claro”…
El plan no estaba mal, pero tenía tres graves inconvenientes: primero, la cena con los amigos, principal motivo para recalar en Sitía, se perdería, y no sabíamos si podrían reunirse con nosotros al día siguiente; segundo, habíamos reservado un coche en esa ciudad para la mañana siguiente; y tercero, teníamos contratada esa noche en un hotel, y sin cancelación gratuita. Le pedimos unos minutos a las azafatas para decidir entre las tres opciones que nos daba, y en ese intervalo nos pusimos en contacto con nuestros amigos, que no tuvieron inconveniente en cambiar el día, con la agencia de alquiler, que tampoco puso ninguna objeción en que el coche lo recogiéramos en el aeropuerto de Heraklion, y con el hotel Itanos, que aceptó sin problemas ni coste adicional cambiar la noche en Sitía.
Así que después de cinco minutos, dimos el consentimiento para la opción número tres y al poco tiempo volábamos completamente solos en un avión con dos pasajeros (nosotros), cuatro azafatas y dos pilotos. Hicimos escala en Alexandroúpolis, el otro confín de Grecia junto a la frontera con Turquía, donde se subieron varios pasajeros más, y continuamos hacia Atenas. A los pies de la misma escalerilla nos esperaba otra azafata que nos acompañó a un bar del aeropuerto a que nos aprovisionáramos de la cena. Casi se peleó con nosotros para que pidiéramos más.
Una furgoneta de lujo nos llevó al Hotel Holiday Inn, muy cerca del aeropuerto, donde pasamos la noche, y por la mañana nos devolvió de nuevo al aeródromo que lleva el nombre de Elefterios Venizelos, por fin embarcamos para Creta, nuestra amada isla, con un retraso real de medio día, pero habiendo dado una verdadera vuelta aérea por Grecia. En el aeropuerto Nikos Kazantzakis de Heraklion recogimos el coche y nos dirigimos hacia nuestro destino momentáneo: el auténtico y casi virginal este de Creta.
Por el camino pudimos comprobar los estragos que el covid-19 ha hecho en la industria turística: la inmensa mayoría de los establecimientos hosteleros de la carretera estaban cerrados. Pero el trayecto en la ruta por el norte de la alargada isla hasta Sitía encierra una parada siempre apetecible: el minúsculo puerto de Mochlos.
Allí bajamos para hacer un alto, rememorar otros veranos y tomar una cerveza junto al mar, servidos por Giorgos, el dueño de la excelente taberna Ta Kokilia, al que nos permitimos recordar aquella otra tarde de hace años, cuando comentamos durante un buen rato la estancia de 15 días de Manolo García en el pueblo. El cantante había pasado allí 15 días un invierno, grabando parte de su álbum Salgamos a la lluvia en el estudio del cretense Stelios Petrakis. Y todas las noches, después de las sesiones de grabación, los músicos bajaban a la taberna a cenar, charlar, beber rakí y, por supuesto, seguir tocando. “Grandes noches”, nos dijo entonces.
Esta vez, Giorgos, que sigue regentando la taberna junto al mar milenario y frente al yacimiento minoico del islote cercano, se alegró de que le recordáramos aquellos momentos, nos lo agradeció y sonrió cuando le mostramos una foto en la que aparecíamos juntos. “Eso debe ser de hace ocho años al menos, yo tenía el pelo negro, no me había dejado la barba. La tengo desde que murió mi hijo, y de eso hace siete años…”
Era temprano, no pensábamos comer nada, pero recordábamos de otras veces la exquisita ensalada de erizos (ajinosalata) que sirve Ta Kokilia y que se ha convertido en muy difícil de encontrar en las cartas griegas. Preguntamos a Giorgos si la tenía y nos contestó: “¡Bebeos!, es decir, “por supuesto”. Penélope, gran fan del plato, no pudo resistirse a hacer de Mochlos, por un instante, un paraíso aún más agradable.
Con el cuerpo y el alma reconfortados continuamos nuestro viaje hacia Sitía. Allí celebramos cada año, por el mes de septiembre, una cena con nuestros amigos en la ciudad, casi todos profesores. Antes de caer la noche empieza un encuentro grandioso, y siempre en Inodion, un lugar fantástico con una comida natural, tradicional y exquisita elaborada por Gogo, la mujer de Dimitri, el dueño. Y todo regado con un raki destilado por él mismo de sus mismas uvas. Trasegamos grandes cantidades de este aguardiente milagroso que nunca cae mal. Y siempre, Mijalis, uno de esos amigos, nos obsequia con una buena cantidad de ese aguardiente, también hecho por él mismo. Este año vino con una ilusión muy especial porque por primera vez había envejecido su raki en un barril de vino, y nos regaló una hermosa botella. La desventura hizo que a los pocos días la botella volcara en el maletero del coche y se rompiera. Por la mañana cuando lo abrimos, un montoncito de cristales y un penetrante olor a bodega que no se fue en varios días delató el desgraciado percance. Eso sí que fue una auténtica tragedia griega. Lo sentimos, y mucho, por el licor y el por el bueno de Mijalis. Habrá otras oportunidades, espero…

La ‘parea’ o reunión de amigos en el Inodion. Brindando con raki, de izda a dcha, Mijalis, Ulyfox, Penélope, Gina, María, Sofía, Kyriakos y Andonis.
En esta ocasión había también cosas nuevas que comentar. Buena parte de ese grupo de amigos está poniendo en marcha un proyecto de casa-museo de Vizentzos Kornaros, el escritor renacentista cretense, uno de los más importantes de la época en Grecia, contemporáneo de Cervantes y de Shakespeare y autor de Erotókritos, un poema épico sobre amores imposibles que aún hoy se sigue cantando, y del que no hay cantante cretense que no se precie de haber grabado una versión.

El ejemplar del ‘Erotókritos’, firmado y dedicado en griego por su traductor al español, José Antonio Moreno Jurado.
Pues bien, dentro de ese proyecto figura la intención de contar con las traducciones del poema al mayor número de lenguas posibles. Sofía, una de mis amigas, se enteró de que existía una versión en español, a cargo del poeta y profesor sevillano José Antonio Moreno Jurado, pero el libro está descatalogado. Me pidió ayuda, y me fue relativamente fácil dar con el profesor, pedirle su colaboración y ponerlos en contacto. José Antonio Moreno resultó una persona tremendamente amable y colaboradora. El resultado de esa gestión: mis amigos cretenses ya tienen en su poder la traducción al español de su poema nacional, firmada y dedicada por su traductor, y figurará en el futuro museo, y hemos quedado emplazados todos para el día de su inauguración. Ojalá.
Hasta ahora, nunca nos habían permitido pagar en esas largas veladas de comida, raki y charla, a pesar de nuestra insistencia (Dimitris me dijo un día: “Si acepto que pagues tú, Kyriakos me mata….”), pero esta vez Penélope se adelantó y subrepticiamente y, supongo que con la decisión que solo puede mostrar ella, convenció al dueño de Inodion, que poco después vino a contarlo a la mesa. Andonis se levantó y gritó indignadamente divertido: “¡No puede ser, Penélope ha dado un coup d’état! Os puedo asegurar que cuesta muy poco ser feliz con estos amigos.
Préveza, mucho más que una escala
Ulyfox | 19 de noviembre de 2020 a las 21:24
Aquella era sólo una parada técnica, una manera de conectarnos, de desplazarnos desde las islas Jónicas que nos habían llenado de paz, hasta nuestra amada Creta. Los viajeros empedernidos hemos llegado a tan alto grado de identificación con nuestro vicio que nos gustan los preliminares tanto como los actos, los inconvenientes como las soluciones, los obstáculos como los trayectos que van como la seda. Y nos regodeamos en la preparación de etapas y destinos. Así que para después de nuestra estancia en Meganisi teníamos planeado continuar nuestro periplo griego hacia la Gran Isla.
Penélope descubrió una manera ideal: volver en el ferry a Nydrí, en Lefkada, desde ahí continuar en taxi hasta Préveza, importante ciudad costera de la región de Epiro que además dispone de aeropuerto, y allí tomar un vuelo directo hasta Sitía, en el Este de Grecia y donde contamos un buen grupo de amigos con los que nos reunimos cada año a cenar.
Dijimos adiós a Meganisi por la mañana de la mano de Kostí, que nos vino a buscar en su taxi para acercarnos al puerto de Spartohori con tiempo de tomar un café helinikó de despedida. El mismo Kostí nos puso en contacto con un amigo y colega suyo que nos esperaría a la llegada del Ionion Pelagos. Y así fue, al pie de la rampa del ferry estaba Giorgos para gran contento de Penélope: si Kostí era un joven agradable de ver, el taxista de Nydrí le superaba aún en apostura. Y con tan grande alegría nos pusimos en camino. En nuestro trayecto por la costa comprobamos que a pesar de la pandemia de coronavirus, el turismo no estaba ausente en esta isla tan visitada.
En poco menos de una hora, y tras cruzar el pequeño puente que une la isla de Lefkada al continente, atravesar la llanura de Aktion, escenario de una famosa batalla en la Antigüedad, y el túnel submarino que evita dar una gran vuelta por el golfo de Arta, estábamos en Préveza. Antes de la construcción del moderno túnel, unas barcazas transportaban a pasajeros y vehículos de un lado a otro del pequeño estrecho. Así lo conocimos nosotros aquella lejana primera vez por estas tierras.
Giorgos nos dejó en la puerta del Hotel Dioni Boutique, en pleno centro histórico de Préveza, una agradable sorpresa que se convirtió en mucho más que una escala técnica. La hora invitaba a una cerveza y a un paseo por las tranquilas calles de la ciudad. En ellas y en el que se veía novísimo paseo marítimo abundan los bares y terrazas pero estaban casi desiertos. Comprobamos que había también numerosos comercios de toda clase, signo de una gran vitalidad. En el paseo y en un pantalán lejano se amontonaban los barcos de recreo. Caía una luz ardiente y la cerveza Fix bajo el toldo nos alivió mientras mirábamos el golfo de Arta y escuchábamos a una familia de andaluces en uno de los barcos, atracados bajo el calor. Como en muchas partes de Grecia los aperitivos que te ponen con una cerveza son casi un almuerzo, y nos tomamos dos cada uno, sobra decir que no nos sentamos a comer por derecho, optando por retirarnos a esperar el fresco de la tarde con una siesta en el hotel y fiar el disfrute gastronómico a la cena.
Al atardecer, el panorama había cambiado casi radicalmente: las calles bullían de gente practicando una de las costumbres más mediterráneas, la passegiata o volta, con estos términos italianos designan los griegos el paseo vespertino, y las terrazas se llenaban aceleradamente, sobre todo en el paseo frente al golfo. Hemos visto pocos países, tal vez ninguno, con esa afición a las terrazas y que las cuiden y adornen tanto.
La familia de andaluces seguía en su barco, y nos imaginamos que allí dentro pasaban los días. Numerosas embarcaciones, incluyendo un enorme yate iluminado llamativa y estrambóticamente, llenaban toda la ribera, inundada de grupos de mayores, jóvenes y niños disfrutando del verano declinante. Nosotros nos paramos ante la terraza de un restaurante, el Alati (que significa Sal), diseñada en blanco y con luces tenues y que llevaba el insinuante apellido de ‘Seafood and More’ o sea, ‘Marisco y más cosas’. Decidimos que ese era nuestro lugar para cenar, sobre el mismo muelle y a un metro del agua. No nos equivocamos, la ensalada, las croquetas de gambas, los boquerones marinados… el buen vino blanco y la ausencia de viento hicieron la noche perfecta.
Tiene Préveza otro atractivo en su pasado. En sus cercanas aguas se desarrolló en el año 31 antes de Cristo la batalla de Aktion, también conocida como de Accio, en la que los barcos leales a Octavio derrotaron a los de la alianza de Marco Antonio y Cleopatra, que daría paso a una nueva época, muchos dicen que dorada, del Imperio Romano. Octavio, ya convertido en César Augusto, mandó fundar una ciudad en la zona para conmemorar su triunfo y la llamó Nikópolis (Ciudad de la Victoria).
La ciudad gozó de libertad y de un gran desarrollo comercial y sagrado durante siglos, y sus aún impresionantes restos se esparcen por una amplia extensión de terreno a unos seis kilómetros al norte de Préveza. Tuvimos tiempo en la mañana siguiente de recorrerlos bajo el sol. Alguna apabullante villa de un aristócrata con preciosos mosaicos, los restos de fuentes, más allá de la todavía en pie muralla bizantina el Odeón romano, y mucho más lejos el estadio y el Teatro antiguo, cerrado por trabajos de restauración. Por todas partes, quedan restos salpicados pertenecientes al periodo clásico, basílicas paleocristianas y ruinas bizantinas. Un conjunto muy evocador del que queda mucho por excavar.
Después de esto, no nos quedaba mucho tiempo antes de dirigirnos al aeropuerto a esperar la salida de nuestro vuelo a Creta. Pero no nos esperábamos lo que nos ocurrió… aunque algo hemos contado ya.
Caminata y playa en Meganisi
Ulyfox | 13 de noviembre de 2020 a las 13:44
Kostas es el diminutivo de Konstantinos y es un nombre bastante común en Grecia. No tanto como Giorgos, Yiannis o Manolis, pero muy corriente. Pero vimos que a nuestro taxista en Meganisi la gente lo saludaba al grito de “Yásou Kostí“, o sea que hay otra forma de llamarlo, además del vocativo formal de Konstantine! Cosas de este idioma que, miles de años después, aún sigue utilizando las declinaciones, que perdimos todos los pueblos que heredamos nuestra lengua del latín.
Es curioso esto de los diminutivos o nombres familiares en Grecia. Por ejemplo, es muy normal que alguien te diga que se llama Roula y que su nombre verdadero sea Haris. Se entiende en seguida cuando se sabe que el diminutivo femenino suele acabar en ‘oula’. O sea que de Haris deriva en Haroula, y de ahí en Roula. Uno de las veces en que más me sorprendí fue cuando preguntamos a la anciana dueña de un hotel en La Canea cómo se llamaba y nos contestó que ‘Persa’, lo que de por sí ya es bastante sonoro y evocador, teniendo en cuenta la historia griega. Ante nuestro asombro por un nombre raro, nos dijo como queriendo aclarar que no era tan extraño: “Sí, Persa: de Perséfone”. ¡Vaya nombre! Nada menos que el de la diosa hija de Zeus que se casó con Hades, el dios del mundo de los muertos.
Bueno, pues a Kostas, Konstantinos o Kostí, le dijimos el primer día que al siguiente probablemente necesitaríamos de su servicio para volver de Spartohori, a donde pensábamos ir andando, por la carretera que bordea la costa. Así hicimos, levantándonos lo bastante temprano para no soportar mucho calor en la hora larga que calculamos tardaríamos en recorrer el trayecto desde Vathý. Cogimos una buena ración de energía en el desayuno del hotel Mistral, y nos echamos a la carretera.
Una hora de caminata no es nada, y mucho menos si vas rodeando una costa verde que entra y sale de calas y pequeños amarraderos, y a lo lejos divisas alternativamente la silueta de Lefkada, la de la islita de Skorpios y la del continente griego, azuladas por la luz del día y la bruma ligera que genera el mar.
Al poco tiempo estábamos en la playa de Agrios, bajo el encaramado pueblo de Spartohori, ante la esperada agua clara y las agradecidas tumbonas, que por estas latitudes tienen un precio más que ajustado, puesto que sus encargados dan por supuesto que consumirás algo en el bar o taberna de las que dependen. A estas alturas de la vida hemos aprendido a regular nuestro aparato digestivo haciéndolo elegir entre un almuerzo copioso y una cena normal. Y como ya sabéis, las cenas en los puertos griegos nos encantan, así que nos conformamos con un ligero sándwich que, contra lo que suele ser normal, no era de muy buena calidad.
Tras el liviano almuerzo, emprendimos la empinada subida a Spartohori, la población más grande de la isla, lo que no significa nada. Era la hora de la siesta, evidentemente, y las blancas y limpias calles estaban desiertas, a excepción de los habituales gatos y algún hombre mayor a la sombra de su porche. Siendo agradable de pasear, no es el pueblo griego más bonito que se puede encontrar, así que lo que hicimos fue tomarnos un café disfrutando de la vista, espléndida, eso sí. Unas cuantas parejas, que habían hecho la sufrida ascensión, fueron apareciendo por el mismo bar, con las caras coloradas por el esfuerzo.
Ahí fue cuando llamamos de nuevo a Kostí, que apareció tras los habituales diez minutos para devolvernos al hotel. Lo siguiente fue el disfrute acostumbrado del café instantáneo en la terraza contemplando el puerto, la ducha y el breve afeite, el paseo de luz dorada y la toma de posesión de una mesa junto al mar, esta vez en la taberna Errikos. Ahí repetimos ese rito que tanto nos gusta de acercarnos a la cocina y elegir el pescado fresco de los cajones del frigorífico, y contemplar cómo el encargado te pesa la pieza y te comunica el precio. Una botella de vino blanco y a disfrutar de la Grecia más sabrosa y revitalizante en un ambiente único para despedirnos de Meganisi, esa pequeña gran isla.
Meganisi, pequeña gran isla
Ulyfox | 9 de noviembre de 2020 a las 19:46
Henchidos de Ítaca, embarcamos en el ‘Ionion Pelagos’ con destino (fuerte palabra) a Meganisi. Las restricciones por el coronavirus habían limitado los trayectos y el nuestro incluía una escala en Fiskardo, hermoso puerto de Cefalonia del que no guardamos más que buenos, preciosos y precisos recuerdos, y otra en Nydrí. El camino fue largo pero placentero, el barco no estaba desbordado como hubiera sido lo normal en otros momentos, y siempre divisábamos costas en el horizonte, la de Cefalonia y luego Lefkada a babor, y la del continente griego a estribor.
Fiskardo sólo lo divisamos desde la borda, mientras que en Nydrí bajamos con tiempo de tomar una cerveza y un plato de gyros (la variedad griega del kebab). A las cinco de la tarde ya estábamos de nuevo embarcados, ahora en el ‘Meganisi II’ para, en una media hora, llegar a esa pequeña isla, cuyo nombre significa curiosamente Isla Grande. Pasamos junto a la famosa Skorpios, que perteneció en su día al magnate Onassis y ahora es propiedad de un colega ruso que cobra a quien la visita para rememorar los amores de couché del naviero con María Callas y Jackie Kennedy. El pequeño ferry hizo su parada en el puerto de Spartohori, y desde allí un microbús nos llevó al de Vathy. Habíamos reservado tres noches en el hotel Mistral, un agradable establecimiento de dos plantas situado junto al muelle y a la entrada de la población, que ni se acerca al centenar de casas distribuidas por las orillas.
El lugar tiene el poder de enamorarte a primera vista: un espigón para amarrar barcos recreativos y otro para los pesqueros. A lo largo del paseo marítimo, por llamarle así, se amontonan algunas tabernas y restaurantes, algunas tiendas, un par de supermercados y una iglesia con un alto campanario. En los locales hosteleros, las flores ocupan un importante espacio junto a las mesas. Una plaza triangular cierra el puerto y tras ella apenas tres callejuelas y colinas verdes y pedregosas, en las que se esconden sólo otros dos pueblecitos, Katohori y el ya nombrado Spartohori.
La islita tiene además media docena de calas de agua cristalina y una atracción singular: la cueva de Papanikolis, llamada así porque dicen que durante la Segunda Guerra Mundial era el refugio del submarino griego del mismo nombre. El ‘Papanikolis’ tuvo una exitosa carrera hundiendo buques y transportando fuerzas del servicio secreto inglés a Creta. Lo que no es tan seguro es que la historia de esta cueva no sea una leyenda destinada más a atraer turistas que a otra cosa. Parece difícil que allí cupiera un submarino, pero eso no importa mucho a los numerosos turistas que se suben a los barcos de excursión para acercarse masivamente, como podéis ver en este horripilante vídeo. Aclaro que nosotros no fuimos.
En el hotel sólo se alojaba una familia más, con la que sólo coincidíamos durante los copiosos y sabrosos desayunos que nos servía el callado encargado. La habitación tenía un precioso balcón a la bahía. El escenario resultante te invitaba a un solo propósito: tomártelo todo con mucha tranquilidad. La primera tarde y noche fue pues de reconocimiento, bebiendo la calma del sitio.
El cuerpo pedía playa al día siguiente, luminoso. Pensamos en alquilar una moto, pero sólo tenían de las grandes, así que recurrimos a nuestra solución favorita en estos casos: llamamos al teléfono del único taxista de la isla. A los diez minutos apareció el joven Kostas Soldatos, apellido que vimos repetido en un supermercado y en una gasolinera. Una familia que desde luego vive bien del turismo. Tras las presentaciones, nos transportó a la playa de Fanari.
Todo el mundo parecía estar allí, sobre todo en un chiringuito que incluía entre sus servicios el de juegos acuáticos, así que niños y mayores de pelo rubio, piel blanca y hablares nórdicos ocupaban la transparente agua con canoas, tablas y otros artilugios de flotar divirtiéndose. Tampoco molestaban mucho.
Tomamos dos tumbonas y una sombrilla y pedimos un café griego con azúcar para empezar la mañana. Probamos el agua varias veces, nos dimos una excursión a pie por algunas calmadas calas vecinas, volvimos, tapeamos, nos volvimos a bañar… completando el día de playa con la llegada de Kostas para devolvernos al hotel, lo suficientemente temprano para que la noche fuera más larga. Kostas nos contó sin quejarse la bajada del turismo este año, lo que para él parecía ser más bien una buena noticia. “Otros veranos ha sido insufrible. He ganado mucho dinero, pero es muy difícil vivir seis meses sin soltar en todo el día el volante, sin vacaciones, sin días libres, sin poder salir con los amigos… Así es mejor”
Sólo faltaba culminar la jornada. Desde hace varios años ya, hemos cogido el gusto a la temprana hora europea de cenar en verano. Sobre todo porque hay pocas cosas que igualen al gusto de empezar una comida junto al mar con el sol aún poniéndose. Así lo hicimos en el restaurante greco-italiano Tilevoes, nombre de los antiguos habitantes de la isla, ya nombrados por Homero y con fama de excelentes remeros. El establecimiento goza de una excelente ubicación al otro lado del puerto, sitio ideal para disfrutar de su comida, mientras el día se diluía lentamente como la luz sobre las aguas del Jónico.
Como Telémaco recibiendo a Ulises
Ulyfox | 6 de noviembre de 2020 a las 20:38
Lo pensamos, de verdad que lo pensamos: planeamos hacer otras caminatas por Ítaca y conocer lugares con nombres tan evocadores como la Cueva de las Ninfas, la Fuente de Aretusa y la Cueva de Eumeo. La isla rebosa de lugares con reminiscencias homéricas. En la Cueva de las Ninfas se dice que escondió Ulises su tesoro al regresar; la fuente y la cueva últimas son los lugares donde Eumeo llevaba a pastar y beber a los cerdos que criaba para Ulises y donde se encontraban las caballerizas del rey héroe: pues no fuimos.
Porque el cuarto día amaneció espléndido de sol como todos, pero esta vez sin viento, y el mar lucía plano y acogedor desde por la mañana. Así que decidimos cambiar las sendas montañosas por un paseo más plano, corto y plácido hasta la playa de Dexá, a solo media hora andando desde la capital, Vathy. Y además esa playa está llena también de significado odiseico, y de qué manera. Dice la leyenda que a sus orillas de guijarros fue a donde llegó Ulises tras 20 años fuera de su hogar (10 en la guerra de Troya y otros 10 navegando por el Mediterráneo).
En esa playa comienza la narración de la Odisea, ahí empieza a contar Ulises su historia, allí se le apareció Atenea y le ayudó a disfrazarse de mendigo viejo, allí se encontró con su hijo Telémaco. A nosotros Dexá nos esperaba verde y calmada, tranquila y casi sin gente, en una pequeña ensenada de guijarros y con una especie de murete frente al agua, pero con unas tentadoras tumbonas colocadas bajo los olivos. En el centro del olivar, una pareja mayor (incluso más que nosotros) entraba y salía constantentemente con platillos y botellas desde una casa hasta las tumbonas. La vivienda era en realidad dos apartamentos y ofrecía una promesa de relax casi inigualable. Tan felices que se veían en lo que parecía su paraíso, que seguramente se volvía privado en cuanto caía la tarde.
Las playas en Ítaca no suelen estar dotadas de servicios, pero Dexá tenía al menos un encargado de alquilar las hamacas, y una pequeña cantina en la que el hombre que la atendía ofrecía algunas cosas básicas como tzatziki casero y boquerones fritos, que fue lo que nos encargamos a la hora del almuerzo. Por supuesto, bajo un olivo.
El dia se nos fue (bueno, lo dejamos ir) entre la conversación, el tapeo, las fotos, los espléndidos baños y la lectura. La vuelta a Vathy nos brindó además una hermosa vista de la capital a esa hora de la tarde en que la luz, más que alumbrar, acaricia los paisajes y las fachadas.
De nuevo al día siguiente, último en Ítaca, pensamos en ir a las cuevas o a la fuente… pero caímos en que en realidad aún no habíamos recorrido el pueblo, ni visto sus museos, ni tocado unos cañones venecianos que nos habían dicho que había cerca de allí. Así que hicimos todo eso con parsimonia. Un museo arqueológico modesto pero, como todos en Grecia, interesante. Y un precioso Museo Naval y Folklórico, una joyita.
Es precioso, emocionante y ejemplar la cantidad de museos folklóricos que hay en Grecia. Casi cada pueblo mediano tiene uno. Normalmente, son una colección de herramientas, vestidos, muebles, utensilios varios que dan una idea certera de la vida cotidiana en el lugar correspondiente. Demuestran el amor de los griegos por su tierra, y hacen pensar cuántas cosas mandamos a la basura por aquí sin pensar en que tiramos a la vez buena parte de nuestra historia, que es como decir de nosotros mismos.
El de Vathy hace especial hincapié en la tradición marinera, con numerosas muestras de uniformes, barcos, fotografías y carteles de navieras. Imaginaos lo que podría hacerse en Cádiz con su historia comercial con las Indias, y desde los fenicios…
Nos apetecía un poco de playa, e hicimos una pequeña caminata a la de Loutsa, a muy poca distancia del centro de Vathy. La playa no era gran cosa, y además hacía un día especialmente ventoso, así que estuvimos poco tiempo más que para darnos un baño casi solos. Pero el camino hasta allí fue delicioso, bordeando la bahía, sombreado a trozos, tropezando a cada paso con pequeños embarcaderos y disfrutando de la hermosa vista del otro lado de la capital, allí enfrente.
Casi llegando a la playa está señalizada una pequeña batería de cuando la dominación veneciana, encargada de vigilar la entrada al puerto natural. Sobre un alto, aún sobreviven dos cañones de la época, apuntando al mar, todavía amenazantes pese a estar desarmados, entre los restos de la pequeña fortificación.
Al regreso a Vathy, nos paramos a almorzar en el restaurante Tsiribis, casi encima de lo que llaman, algo pomposamente, Marina de Ítaca. El lugar es, como tantos en las islas griegas, agradable al máximo, y la comida bastante buena. Hace nada, en un programa reemitido sobre Javier Reverte con motivo del fallecimiento de este gran periodista viajero, hemos visto esta taberna, cuyo dueño, Dimitris, pasó muchas horas con el escritor y se convirtió en uno de los personajes de su gran libro ‘El corazón de Ulises’, o ‘Η καρδια της Οδισσεας’ (I cardiá tis Odiseas’) como leí en las manos de un pasajero griego hace muchos años.
La comida en ese lugar se prolongó y nos dio tiempo a contemplar una discusión bastante encendida entre dos familias de catalanes que habían amarrado su barco frente al local, se habian sentado a comer tan amigablemente hasta que la conversación derivó en una estúpida y violenta situación a causa de una de las adolescentes que los acompañaban. Prácticamente atardecía cuando regresábamos al hotel.
La mañana siguiente fue la de la despedida de Ítaca. Salíamos de la isla con destino a otra minúscula situada frente a la de Lefkada, y llamada Meganisi. El barco que debía llevarnos hasta allí partía a mediodía del puertecito de Frikés, que nos había acogido hacía casi 20 años. Gerásimos nos transportó por última vez (de momento), con bastante antelación puesto que queríamos desayunar tranquilamente en Frikés y aprovechar, tal vez para un último baño.
En el mismo café en el que desayunamos (estaba casi todo cerrado) dejamos las maletas durante un rato y nos acercamos a unas calas idílicas que están muy cerca y que recordábamos de aquella vez. Un mar verde y una orilla de guijarros nos abrazaron durante un rato a Penélope y a mí mientras hacíamos tiempo para el viaje.
De vuelta, casi llegando a Frikes, vimos venir el ‘Ionion Pelagos’, que arribó casi a la vez que nosotros al puerto. Recogimos nuestras maletas y allí íbamos de nuevo, en otro barco a otra isla…