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¡Ayvalik, Ayvalik!
Ulyfox | 7 de marzo de 2021 a las 20:38
¡Ayvalik, ay Ayvalik! fue durante décadas el lamento de muchos griegos forzados a abandonar su hogar en esta ciudad de la costa turca. Y desde entonces todavía miles cantan el dolor por el éxodo forzado de este lugar famoso por su aceite de oliva. De aquella localidad predominantemente griega incrustada en el imperio otomano quedan aún cientos de casas de inequívoco sabor y aspecto helénico, algunas iglesias reconvertidas en mezquitas y la nostalgia que nunca se fue, en forma de abundante ruina y abandono. Siempre que pienso en Ayvalik me viene a la mente una canción, del gran cantante cretense Nikos Xilouris: ‘Jilia miria kymata makriá t’Aivali’ (Mil millones de olas lejos de Ayvalik), que cuenta, como tantas, ese desarraigo, lo que en esa hermosa lengua llaman xenitiá, es decir el exilio de todo un pueblo expulsado.
Es curioso, y un resultado hermoso de toda esta tragedia, que el intercambio de poblaciones diera a luz a uno de los géneros más profundos de la música griega, el zeimbekiko, un tipo de canción que da lugar a los bailes más sentidos y personales de toda esa tradición del Este mediterráneo. Y multitud de letras y músicas….
El caso es que estábamos en Ayvalik, otra vez y 20 años después. Volvíamos de Cunda en taxi y la ciudad nos recibió con un bullicio enorme, desacostumbrado e inesperado. Preguntamos al taxista. “¡Es día de mercado!” nos dijo abriendo los brazos. Miles de personas llenaban las aceras y todos los rincones, el tráfico era infernal. El coche nos dejó cerca del hotel, y aun así, sufrimos para llegar hasta él andando. Los vehículos inundaban las calzadas, las aceras y hasta los callejones sin tráfico, en una especie de aparcamiento amontonado. Se oía turco, pero también el idioma griego, de gente que sin duda había venido de la isla vecina de Lesbos para hacer compras. Sea como fuere, llegamos al Orchis Hotel.
El alojamiento no estaba mal, pero de Ayvalik siempre tendremos la nostalgia de la pensión Taksiyarhis de aquella lejana y primera estancia nuestra, de descalzarnos los pies al entrar, de sus sucu-lentos desayunos, de sus múltiples terrazas donde leer al amanecer o al atardecer, de sus despertares con el canto del muecín. La pensión sigue existiendo, y pasamos por delante. En la puerta estaba la misma dueña, pero no sé por qué no nos dio por saludarla y recordarle que estuvimos allí hacía tantos años…
A su lado está precisamente la preciosa iglesia Taksiyarhis, que en aquellos lejanos tiempos era una auténtica ruina, y ahora está reluciente. El templo está sobre una plataforma y domina el barrio, mayoritariamente de arquitectura griega y con unas cuestas terribles, con su presencia bizantina. A su alrededor, casas coloreadas y balconadas con colores pastel, las que no están en ruinas. Nos gusta deambular por estas calles que muestran la historia y vida de algunas ciudades.
La ciudad bullía, pero a nuestro paso parecía que iban cerrando los comercios abiertos por el mercado semanal. Nos sentamos a comer carne a la parrilla en diferentes formas de kebab, y a nuestro lado se sentaron unos españoles. Oimos a algunos más a lo largo del día, lo cual en sí mismo ya fue una diferencia enorme con nuestra primera visita.
Terminamos tan tarde que no tuvimos tiempo más que de echar una siestecita en el hotel y luego salir a dar un corto paseo hacia una agencia de viajes en la que comprar el billete para la vuelta, muy temprano al día siguiente, a Grecia y la isla de Lesbos, sin sospechar siquiera la desagradable sorpresa que nos esperaba para entonces…
Sí. Nos dijimos: levantémonos temprano para no tener problemas. No pensábamos que los fuéramos a tener, puesto que en el viaje que nos trajo desde Grecia veníamos casi solos en el barco. Pero lo que encontramos al llegar al puerto fue una cola larguísima delante de la terminal, lo que nos empezó a inquietar. Nos pusimos a la cola, pero la inquietud no desaparecía sino que aumentaba al ver como mucha gente se salía de ella y se ponía en otra en la acera de enfrente, ante una agencia de viajes. Me dio por pensar que, evidentemente, había que validar los billetes y obtener las tarjetas de embarque en ésta, y efectivamente era así. Dejé a Penélope en una fila y me fui a la otra, mientras se acercaba irremediablemente la hora de partida del barco. Los nervios ante la posibilidad de perder el transporte aumentaban, pero me tranquilizaron, relativamente, en la agencia al decirme que el barco esperaría.
Así fue, la cola avanzó lentamente y, más de media hora más tarde de la hora fijada, el ferry, por fin, se puso en marcha. Ahí comprobamos de verdad lo que significa la expresión ‘a reventar’. No había sitio ni para estar de pie. Conseguimos ‘acomodarnos” (¡ja!) en un rincón de la cubierta exterior, junto a una barandilla, con espacio incluso para tender una toalla. Allí que se dispuso Penélope, como una inmigrante cualquiera, y yo diría que incluso llegó a echar alguna cabezada durante el lento y ventoso trayecto de vuelta a Grecia.
Fue incómodo pero no duradero. Casi más tiempo tardamos luego, a la llegada al puerto de Mitilene, capital de Lesbos. Allí tuvimos que soportar otra cola, y otra aglomeración durante la espera en el control de pasaportes. Una frontera complicada la existente entre Turquía y Grecia, y más si como ese día, te coincide con una vuelta de fin de semana… Después de otra hora, por fin pudimos salir de la estación marítima y encontrarnos con el empleado de la agencia de alquiler de coches en la que habíamos reservado un vehículo para recorrer la isla griega. Nuestro destino inmediato era Molyvos, del que ya hemos hablado… para continuar nuestro extraordinario viaje por Grecia
El salto a Turquía: la isla de Cunda
Ulyfox | 2 de marzo de 2021 a las 21:22
Turquía está tan cerca de muchas islas griegas que, estando en Lesbos en 2019, decidimos dar el salto desde Mitilene, su capital. Teníamos tiempo, era el viaje de mi jubilación y Penélope se había tomado seis meses sin sueldo. Ese megaviaje era para dedicarlo entero a Grecia, y desde el principio teníamos pensado que si los pasos nos llevaban al Dodecaneso o a las islas del Egeo norte, nos acercaríamos a la costa turca. Y allí estábamos, a sólo una hora en barco… y ¿quién se resiste?
Así que esa mañana de agosto dejamos el equipaje pesado en el hotel de Mitilene y con una mochila y una bolsa estábamos temprano en el puerto, dispuestos a embarcar en el ferry para Ayvalik, la tan cantada en canciones nostálgicas griegas. De allí como de tantas ciudades de la costa jónica y de Estambul fueron expulsadas hace 100 años miles de familias helenas, después de la sangrienta guerra greco-turca, que duró de 1919 a 1922. El conflicto, cuya resolución con la derrota se conoce en Grecia como la Gran Catástrofe, vivió matanzas por las dos partes y dejó huellas de rencor que todavía perduran, y arrasó con la presencia de los griegos en la costa este de Turquía, una presencia que se remontaba a 2.500 años y que aún es visible hoy en incontables yacimientos, de los que Efeso y Pérgamo son los más destacados, y en la arquitectura neoclásica de muchas ciudades de la zona.
Ayvalik es una de ellas. Su nombre proviene del turco ayva, que significa membrillo, y parece que la abundancia de esta fruta le dio la denominación. Habíamos estado allí una vez anterior, 19 años antes, y también habíamos arribado desde Mitilene. Pensábamos ahora hacer lo mismo que entonces, tomar un barco para ir a la isla de Cunda (pronúnciese Yunda), también llamada Alibey. Pero todo cambia en casi 20 años, y lo primero fue el puerto: ahora era flamante y estaba muy lejos del centro de la ciudad. Otra cosa: de allí no salían barcos para Cunda. Bueno, afortunadamente entre los cambios también figura el nuevo puente que une la isla, en realidad a sólo unos cientos de metros, con la costa de Asia Menor. Negociamos con un taxi el precio, y hacia ella nos dirigimos.
Habíamos reservado dos noches en un hotel de nombre muy largo: YundAntik Cunda Konaklari, pero ni aun así el taxista lograba encontrarlo. Tuvimos que parar en una urbanización a preguntar a los vecinos, que salían con cara de no saber nada… y extrañados de ver por allí a una pareja de españoles preguntando… Bueno, al final dimos con él después de que el taxista llamara por teléfono al número que teníamos apuntado.
Y resultó un hotel precioso, todo en piedra como la arquitectura tradicional de la isla, con un patio luminoso para los desayunos y unas habitaciones modernas con todos los adelantos. A la turca, nos recibieron con refrescos y pastelillos y poco después tomamos posesión de nuestro cuarto, para echarnos a la calle en seguida, unas calles empedradas con grandes cantos y flanqueadas por edificios de arquitectura inequívocamente griega.
El hotel estaba en el centro antiguo. En la parte más cercana al puerto el ambiente era cosmopolita y turístico. Toda esa zona está llena de restaurantes, confiterías (la gran pasión turca) y heladerías. Algunas familias turcas paseaban junto al mar o disfrutaban de las terrazas, y la presencia del alcohol en las mesas era ciertamente insignificante.
De todas formas, la mayoría de las terrazas estaban vacías, y muchos restaurantes cerrados, intuimos que a la espera de la caída de la tarde y del calor. El pueblo, una cuadrícula de casas antiguas y palaciegas, asciende desde el mar hasta una colina que rematan un molino de viento y una iglesia ortodoxa, Ayios Yiannis, o sea San Juan.
Las fachadas alternan los estilos griego y turco, y presentan un estado de conservación irregular, pero todos hablan de un tiempo pasado más esplendoroso, con puertas con arcos y preciosos balcones en voladizo, todo en colores pastel. La vez anterior que estuvimos, hace tanto tiempo, el estado del pueblo era más ruinoso, y su aspecto era muchísimo más abandonado y solitario. Sólo el puerto estaba animado, aunque ni mucho menos como ahora. Ahora muchas casas se han convertido en alojamientos tradicionales, y muchos bajos en diferentes tipos de tiendas.
Cunda era hasta 1923 una isla poblada mayoritariamente por griegos, que la llamaban Moshonisi o Ekatonisa, pero el resultado de la guerra fue la expulsión de todos, que se fueron a Lesbos, y su repoblación por turcos expulsados a su vez de esa cercana isla. Las iglesias fueron convertidas en mezquitas. La más grande, la llamada Tarihi Kilise, ha sido recientemente restaurada y bajo sus bonitas bóvedas se ha instalado un museo histórico y de costumbres.
Tomamos una cerveza con una ensalada y queso en una sombreada terracita y nos fuimos a repararnos del madrugón con una pequeña siesta en el hotel, después de la cual tomamos de nuevo las calles empedradas, ahora dando muchos rodeos y subiendo hasta la iglesia en la colina, admirando a cada paso las mansiones mejor o peor conservadas. Había mucha más gente, que se convirtió en multitud en los alrededores de los muelles. Las luces y la música daban un aire alegre y acogedor a Cunda. Las terrazas bullían y los olores flotaban entre nosotros.
Nosotros escogimos el restaurante Ayna de aire moderno y de gran calidad. Comimos bien, y dimos por concluido nuestro primer día en Cunda.
El siguiente queríamos ir a una playa, pero Cunda no tiene ninguna que se pueda llamar así si atendemos a los cánones habituales. Encontramos algo parecido al norte de la isla, a donde nos llevó un taxi. Un lugar muy particular, con una arena que no lo parecía y un agua en la que nunca te hundías y en la que era imposible refrescarse. Pero tenía un servicio muy particular: una especie de chozas en la orilla te permitían sentirse como un sultán bajo la sombra de unas palmas, o bien tomar una cerveza en unas sillas sumergidas a medias en el agua.
Allí pasamos el día, reclinados y pidiendo periódicamente bebida y aperitivos a unos dispuestos camareros, todo por un precio más que asequible. Es difícil que un turco imagine la vida sin un sofá, así que seguimos la regla y nos entretuvimos la jornada del agua a la choza y de la choza al agua. Ensaladas y gozleme (una especie de crepes finos y rellenos) nos sirvieron de compañía. El mismo taxista vino a buscarnos a la hora concertada.
La noche vivió otra explosión de gente que había venido de la cercana Ayvalik a cenar a la isla. Esta vez, nos sentamos en uno de los grandes establecimientos de los muelles, grandes superficies con cubierta y mesas grandes donde degustar fundamentalmente pescado y los numderosos metzes (aparitivos) que componen la rica gastronomía turca. Tras eso, nosotros nos despedimos con la idea de pasar el día siguiente en esa Ayvalik, de la que guardábamos estupendos recuerdos…