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Extraña Santorini
Ulyfox | 27 de diciembre de 2020 a las 19:35
Los restos del ciclón ‘Jano’, que la tarde anterior había descargado sobre Heraklion, soplaban sobre el barc0, agitando las olas cuando salíamos del puerto de la antigua Candia rumbo a Santorini. El Egeo estaba movidito pero el Superferry, un catamarán enorme, aguantaba bien los embates camino de la isla también llamada Thira, que fue destruida hace más de 3.000 años por la catastrófica erupción de su volcán, explosión que según parece también pudo ser la causante de la desaparición de la civilización minoica en la lejana isla de Creta. A su encuentro íbamos, impulsado también por la certidumbre de que sería una de las últimas ocasiones de ver tan hermoso lugar sin las aglomeraciones insoportables de los últimos años, y con la extraña sensación de viajar en un barco casi vacío.
Poco antes de la llegada, el viento amainó bastante y, de cualquier forma, dada la forma semicircular de la isla y las altas paredes de lo que fue el cráter y ahora es un abrupto acantilado, en el interior de esta bahía las aguas siempre se calman. En medio de la bahía, el volcán todavía activo. Su última erupción ocurrió en 1956, y destruyó parte del pueblo de Imerovigli.
Arribamos al puerto de Athinio, el único preparado para grandes barcos, a media mañana y allí nos recogió nuestro transporte hacia el hotel Thirea Suites, en el extremo septentrional de Santorini, en Oia (pronúnciese Ía), la población más bonita de la isla. Ascendimos las curvas desde el muelle y, al cabo de media hora y de recorrer casi toda la isla, la furgoneta paró a la entrada del pueblo. El sistema funciona así: el transporte deja a los viajeros ahí, y en ese lugar los empleados de los hoteles esperan y conducen a sus clientes hasta las puertas del establecimiento, llevando además sus maletas.
Se agradece porque la mayoría de los hoteles en Oia están colgados del acantilado, y eso supone que la entrada y salida de ellos se hacen por unas empinadas y muchas veces estrechas escaleras. Los diferentes establecimientos están prácticamente unos encima de otros, lo que garantiza unas vistas espléndidas sobre la caldera, como se llama a la parte de la isla que mira hacia el volcán. El trabajo de los maleteros es duro, así que lo apropiado es darles una buena propina.
A nosotros nos tocó Aslan, un albanés fornido que manejaba las valijas de 20 kilos como si fueran portafolios. Le comentamos: hace bastante viento. “Aquí arriba sí, pero abajo no se nota”, dijo convencido. Y era verdad, el fresco que se sentía en el borde superior de la caldera se convertía en calor un poco más abajo, protegido como estaba del aire del norte por la pared volcánica.
Habíamos elegido el Thirea Suites porque esta vez, aprovechando también la bajada de precios, queríamos conocer la forma más popular de alojarse en Santorini: el lujo. En nuestras numerosas visitas anteriores, nos habíamos quedado siempre en el mismo lugar: los apartamentos Vallas, mucho más modestos pero espléndidamente situados en un barrio algo alejado de Fira, en la apacible Firostefani, casi colgados sobre la Caldera. Atendidos por los hermanos Andonis y Vasilis, siempre había sido nuestra parada, y en su pequeño bar se toman unos desayunos con vistas incomparables. A Oia siempre habíamos ido de visita, pero ahora queríamos vivir dos días allí, y no nos movimos del pueblo.
Oia es la postal de Santorini. Cuando uno piensa en esta parte de Grecia, imagina siempre sus cúpulas azules, sus campanarios blancos y sus fachadas multicolores que se derraman sobre el mar, sus cuevas habitadas y sus atardeceres admirados en todo el mundo. Todo esto es verdad, pero la estancia en el Thirea Suites nos demostró algo que ya sabíamos: que la mejor vista no está en esta incomparable y pequeña población que ha crecido enormemente al amparo del turismo, sino en Fira, la capital situada a unos kilómetros, y que por su posición central domina todo el singular panorama.
El hotel, sin ser ni mucho menos el más lujoso de Santorini, es un derroche. En sus instalaciones sobra espacio, sobra confort, y rebosa la vista frontal sobre el mar, justo a la entrada de cada apartamento. Una bañera jacuzzi en la terraza exterior completa la sensación de placeres innecesarios. En realidad, basta con estar echado en las tumbonas mirando el horizonte.
Lo primero que hicimos, una vez que dejamos nuestro equipaje y a la espera de que las habitaciones estuviesen listas, fue planear un paseo por el pueblo y buscar un lugar donde desayunar. El paseo se hizo lento por la imperiosidad de parar a cada momento a disfrutar del espectáculo y sacar fotos. El día no estaba muy brillante, pero, desde lo alto, la imagen de cúpulas y terrazas sobre un fondo marino azul plateado que reflejaba los rayos de sol entre las nubes componían una visión de gran belleza.
Desde luego, no estaba lleno, pero la cantidad de turistas por la estrecha calle principal era mucho mayor que la que habíamos visto este año en las otras islas. Santorini sigue siendo escenario para instagrammers, influencers y todos esos nombres ingleses que se han inventado para denominar al exhibicionista fotográfico. Aunque estaba prescrito aquí, nadie llevaba mascarilla excepto nosotros y, por supuesto, los camareros y dependientes de los comercios y hoteles.
Así que se nos pasó la hora del desayuno y terminamos haciéndolo a esa hora intermedia para la que los sajones, expertos en flexibilidad lingüística, han llamado brunch, híbrido entre breakafast y lunch. Y fuimos a caer en un lugar, el café 218, en el que dimos cuenta, sobre el mar y frente al infinito, de un potente desayuno, inglés por supuesto.
Como todo era tan perfecto, prolongamos el mini almuerzo y luego el paseo hasta el extremo de Oia, donde confluyen todos los ávidos de atardeceres programados del mundo. La belleza permanece intacta y aún más evidente por la ausencia de multitudes, aunque eso no quiere decir que hubiera poca gente. Era sólo que se podía andar por las calles y hacer fotos con algo más de tranquilidad.
Volvimos al hotel para aprovechar las horas de la tarde en nuestro hotel de lujo: miradas al atardecer, pequeño baño por compromiso y capricho en el jacuzzi, lectura frente al mar, aseo y afeites en un cuarto de baño inmenso y salida para ver el atardecer, fotografiar su luz y sus reflejos y cenar temprano.
Lo que parecía una tarde tranquila y sin masas se convirtió de pronto en un río de gente en sentido contrario a nuestra marcha: la gente acababa de contemplar el atardecer en el extremo de Oia, sobre las ruinas casi irreconocibles del antiguo castillo veneciano, y volvía probablemente a sus coches y autocares de excursión. Por un momento, Santorini se pareció al de los años previos al coronavirus.
Y luego, la mini multitud llenó la calle mientras nosotros buscábamos un lugar adecuado para cenar. A lo justo encontramos un sitio y recalamos en Thalami, un restaurante de aire moderno, con especialidades sabrosas y un servicio amable y dispuesto. Disfrutamos con la fava (especialidad de la isla, una especie de humus pero con judías), los rollitos de pasta filo rellenos de marisco y los filetes de sardina a la parrilla.
El primer día fue perfecto, en una extraña Santorini sin masificar.
El cumpleaños de Eleni en Mikonos
Ulyfox | 10 de octubre de 2010 a las 1:07

Atardecer en Mikonos desde la habitación 27 del Hotel Damianos
Hay pocos nombres femeninos tan griegos como el de Eleni. Tal vez María, o Sofía. Como en hombres es Kostas, Yiorgos o Manolis. Eleni es la dueña del Hotel Damianos, (http://www.damianoshotel.com/ ) en la parte alta de Mikonos. Tiene tres hijos, Yiannis, Anna y Thanassis, y un marido, Thomas. Tiene también dos hermanos, un padre y una madre. Todos tienen hoteles: el Hotel Aeolos, el Hotel Olia. No penséis por eso que son ricos. Ellos son la demostración del carácter familiar de la mayoría de los hoteles en Grecia, pequeños y manejables. Les da para vivir, bien supongo. Anna y Yiannis se han casado recientemente y en pocos meses harán que la familia Damianos crezca. Desde hace casi 10 años, el Damianos es nuestra parada en Mikonos. Es un sitio fantástico: Eleni y Thanasis, ellos dos, madre e hijo con la ayuda de dos camareras albanesas la mar de simpáticas, llevan el hotel de manera profesional y amable. Desde hace años, sólo tenemos que llamar unos días antes y ya sabemos que a nuestra llegada tendremos lista la habitación 27, la de mejores vistas y a la vez más apartada, a pesar de que últimamente tienen el hotel lleno los siete meses que abren al año. Van a recogernos al puerto o al aeropuerto y después nos llevan de vuelta. ¿Es mucho decir que somos como de la familia? No. Decir eso podría ser una osadía hasta ahora, pero no después de lo que ocurrió este año. La antepenúltima noche de nuestro viaje decidimos no bajar al pueblo. La verdad es que la subida es ardua, aunque saludable, y pensamos en cenar algo en el hotel. No tienen mucha cosa: algunos sandwiches o tortillas, pero por una vez, nos servía. Ha sido la única vez. No contaba con lo que ocurrió: bajé a cafetería a encargar la cena ligera y me encontré a Eleni muy arreglada. Sólo decir ‘kalispera’ (buenas noches) y ella me cogió del brazo: “Ven a conocer a mi familia y comes con nosotros”. “No hombre, no por dios, es tu familia”. “No, no, ven que te los presento. Váis a comer con nosotros, que hoy es mi cumpleaños, por favor, vosotros también sois mi familia, venís todos los años, he hecho mucha comida, comida tradicional griega, por favor, por favor”. Tras mi jronia polá (felicidades), no sirvieron de nada mil intentos de excusarme para evitar una situación violenta o incómoda, no pudimos negarnos. Cuando Penélope bajó también y expresaba su azoramiento en español, Eleni la abrazó y repitió “por favor, por favor, es una alegría para mí que estéis en mi cumpleaños”. Y allí compartimos una excesiva cena con hijos, hermanos, cuñados, yernos y cuñadas que hablaban todo el rato de hoteles y de barcos, según pudimos deducir de nuestro escaso griego. Comida, tarta y velas y un sinfín de agradecimientos, y la sensación final de que a lo mejor sí, a lo mejor tenemos algo parecido a una familia en Mikonos. (Desafortunadamente, las fotos del cumpleaños forman parte del grupo de las que borré sin darme cuenta; lo siento más por ellos, que prometí enviárselas)

El barrio mikoniano de Alefkandra o Pequeña Venecia, batido por las olas, un paisaje urbano único
A Eleni la conocimos la segunda vez que fuimos a Mikonos, allá por el 2000. Oronda y rubia teñida, estaba en el puerto como tantos otros, ofreciendo a los pasajeros su hotel con un cartel y un catálogo con fotos. En la furgoneta roja que aún tiene nos trasladó por primera vez al Damianos, blanco y con las puertas y ventanas de las habitaciones en rojo. Luego, hemos repetido cinco veces más y, naturalmente el recibimiento es cada vez más afectuoso. Desde hace un par de años, Eleni ya no va a la caza de clientes, simplemente acude a recogerlos a los barcos y los aviones. Desde que está en booking.com, el hotel está lleno siempre, cada vez los comentarios son más elogiosos, y ellos siguen manteniendo el precio extraordinario. Es probable que ahora hayan ganado bastante dinero, han hecho una reforma a fondo del establecimiento, pero no sabéis lo que ha trabajado esa mujer. Desde la terraza de su cafetería o simplemente desde la de nuestra habitación 27 se contemplan unos atardeceres grandiosos sobre el Egeo, con el sol poniéndose tras la cercana isla de Syros, o unas mañanas rosadas como cantaba Homero, cuando el meltemi, el insistente viento del norte, decide tomarse un descanso.

Penélope, en la Pequeña Venecia y ante los Molinos de Abajo (Kati Mili)

Paraportiani, la iglesia más representativa de Mikonos, siglos de cal en sus muros.
Mikonos fue, como ya nos es habitual, la etapa final de nuestras vacaciones de este año, el último capítulo de esta crónica larga en falso directo que algunos habéis tenido la generosidad de seguir. En los últimos días de septiembre, la mayoría de las islas griegas están prácticamente desiertas, con muchos negocios y restaurantes clausurados por fin de temporada. Pero Mikonos, parada de todos los cruceros e imán de viajeros, mantiene todavía su animación, sin las apreturas ni las masificaciones de la temporada alta, y resulta muy agradable, ya no esa fiesta continua y ruidosa que tanto han retratado programas como Callejeros viajeros o Arena mix. En esos días, es casi la isla griega perfecta, un dechado de buen gusto en las tiendas y bares, en los hoteles, en las propias tabernas de playa. Para nosotros lo es. Y en Damianos Hotel, mejor. Nos vamos a playa de Paranga a comer los mejores mejillones con vino del mundo y las hojas de rúcula más gigantes, vemos pasar a los cruceristas apresurados por el puerto mientras nos tomamos un frappé, leemos. No os lo perdáis, si decidís ser inteligentes, pasad de cruceros que os llevarán el mismo día a Mikonos y Santorini, y dormid un par de noches o tres en la blanca joya de las Cícladas. Igualmente, en el Damianos decid que vais de nuestra parte. Es lo que se suele decir una dirección de confianza. Nosotros, por supuesto, volveremos. A ver a la familia y a los amigos, ya sabéis.

El mejor vehículo de reparto para las calles de Mikonos

Para este tipo de calles, quiero decir
Yo a los palacios subí, yo a las cabañas bajé
Ulyfox | 11 de julio de 2010 a las 18:24

Pasillos del hotel Four Seasons en El Cairo
El lugar más lujoso en el que hemos estado es excesivo hasta en el nombre. Se trata del Hotel Four Seasons at the First Residence, en El Cairo, a orillas del Nilo, frente a los barcos que sirven tanto de restaurante como de salas de fiestas. Nunca lo pensamos, no nos gusta el lujo entendido de esa manera, pero ese viaje a Egipto tenía que ser por la vía más cómoda: crucero por el río en el mejor barco y estancia en la capital en el mejor hotel. Four Seasons es una cadena que posee establecimientos de lujo en los lugares más exclusivos del mundo. ¿Por qué no? Fuimos al país de los faraones como los antiguos viajeros de las películas, cuando los turistas eran todos ricos, muy ricos. Teníamos coche y guía exclusivos para nosotros dos. Nunca faltaba agua y toallas frescas perfumadas cuando volvíamos de un templo caluroso. Nos faltó la oportunidad de alojarnos en el Old Cataract de Assuán, escenario del rodaje de Muerte en el Nilo y, en la vida real, alojamiento de cientos de visitantes ilustres. No pudo ser, estaba cerrado por obras. Creo que ya lo han abierto, por si alguien se quiere dar el gusto.
Nuestro hotel en El Cairo era el que sirve de alojamiento a grandes hombres de negocios y jefes de Estado cuando visitan el país. Es enorme, tiene pasillos donde caben pisos de protección oficial y un guardia de seguridad ancho, alto y negro en cada rincón. Además, está rodeado de policías y perros. La habitación podría albergar a una familia, y el tamaño de la cama es proporcional a sus dimensiones. El cuarto de baño es casi otra estancia. Nos aguantamos las ganas de traernos el albornoz de recuerdo. El televisor era ideal para ver la final de un Mundial con un grupo de amigos. Penélope dijo que había descubierto allí por qué algunos hoteles son de superlujo: todo estaba siempre brillante, pero nunca, a ninguna hora veías a nadie limpiando.

Atardecer en la terraza del adorable Hotel Damianos, en Mikonos
Sin embargo, con ser estupendo y un verdadero placer, no es el sitio donde nos hemos sentido más como dioses. Todo depende del concepto de lujo que se tenga. Más para nuestro disfrute son, por ejemplo, un hotel en la montaña, cuyo nombre no recuerdo, cerca de Lucerna; el hotel Athos en Atenas, el Liadromia en Alonissos, el querido Damianos de Mikonos, territorio de la trabajadora Eleni, los adorables Vallas de Santorini, un albergo sencillísimo en el centro de Venecia, esos apartamentos de Naxos donde María nos regalaba una tortilla, o un trozo de sandía al volver de la playa, los estudios Avra en Astypalea, bajo la ciudad antigua y blanca, el modesto Hotel Koufonissia en la increíble isla del mismo nombre; aquél La Tartana, de empinadas escaleras en la exclusiva Positano, la pensión Taksiyarhis en Ayvalik, una sobe en Croacia, sobrevolando los tejados de Hvar. Todos mucho más modestos, pero rebosantes de un lujo que no se puede ver ni tocar sino con los ojos y el tacto del alma, ese ente del que no sabemos que existe hasta que nos vemos en ciertas situaciones. Palacios, sí, pero desde luego también cabañas llenas de ese despilfarro invisible que te tira de la comisura de los labios hacia arriba.