Archivos para el tag ‘odiseo’
Como Telémaco recibiendo a Ulises
Ulyfox | 6 de noviembre de 2020 a las 20:38
Lo pensamos, de verdad que lo pensamos: planeamos hacer otras caminatas por Ítaca y conocer lugares con nombres tan evocadores como la Cueva de las Ninfas, la Fuente de Aretusa y la Cueva de Eumeo. La isla rebosa de lugares con reminiscencias homéricas. En la Cueva de las Ninfas se dice que escondió Ulises su tesoro al regresar; la fuente y la cueva últimas son los lugares donde Eumeo llevaba a pastar y beber a los cerdos que criaba para Ulises y donde se encontraban las caballerizas del rey héroe: pues no fuimos.
Porque el cuarto día amaneció espléndido de sol como todos, pero esta vez sin viento, y el mar lucía plano y acogedor desde por la mañana. Así que decidimos cambiar las sendas montañosas por un paseo más plano, corto y plácido hasta la playa de Dexá, a solo media hora andando desde la capital, Vathy. Y además esa playa está llena también de significado odiseico, y de qué manera. Dice la leyenda que a sus orillas de guijarros fue a donde llegó Ulises tras 20 años fuera de su hogar (10 en la guerra de Troya y otros 10 navegando por el Mediterráneo).
En esa playa comienza la narración de la Odisea, ahí empieza a contar Ulises su historia, allí se le apareció Atenea y le ayudó a disfrazarse de mendigo viejo, allí se encontró con su hijo Telémaco. A nosotros Dexá nos esperaba verde y calmada, tranquila y casi sin gente, en una pequeña ensenada de guijarros y con una especie de murete frente al agua, pero con unas tentadoras tumbonas colocadas bajo los olivos. En el centro del olivar, una pareja mayor (incluso más que nosotros) entraba y salía constantentemente con platillos y botellas desde una casa hasta las tumbonas. La vivienda era en realidad dos apartamentos y ofrecía una promesa de relax casi inigualable. Tan felices que se veían en lo que parecía su paraíso, que seguramente se volvía privado en cuanto caía la tarde.
Las playas en Ítaca no suelen estar dotadas de servicios, pero Dexá tenía al menos un encargado de alquilar las hamacas, y una pequeña cantina en la que el hombre que la atendía ofrecía algunas cosas básicas como tzatziki casero y boquerones fritos, que fue lo que nos encargamos a la hora del almuerzo. Por supuesto, bajo un olivo.
El dia se nos fue (bueno, lo dejamos ir) entre la conversación, el tapeo, las fotos, los espléndidos baños y la lectura. La vuelta a Vathy nos brindó además una hermosa vista de la capital a esa hora de la tarde en que la luz, más que alumbrar, acaricia los paisajes y las fachadas.
De nuevo al día siguiente, último en Ítaca, pensamos en ir a las cuevas o a la fuente… pero caímos en que en realidad aún no habíamos recorrido el pueblo, ni visto sus museos, ni tocado unos cañones venecianos que nos habían dicho que había cerca de allí. Así que hicimos todo eso con parsimonia. Un museo arqueológico modesto pero, como todos en Grecia, interesante. Y un precioso Museo Naval y Folklórico, una joyita.
Es precioso, emocionante y ejemplar la cantidad de museos folklóricos que hay en Grecia. Casi cada pueblo mediano tiene uno. Normalmente, son una colección de herramientas, vestidos, muebles, utensilios varios que dan una idea certera de la vida cotidiana en el lugar correspondiente. Demuestran el amor de los griegos por su tierra, y hacen pensar cuántas cosas mandamos a la basura por aquí sin pensar en que tiramos a la vez buena parte de nuestra historia, que es como decir de nosotros mismos.
El de Vathy hace especial hincapié en la tradición marinera, con numerosas muestras de uniformes, barcos, fotografías y carteles de navieras. Imaginaos lo que podría hacerse en Cádiz con su historia comercial con las Indias, y desde los fenicios…
Nos apetecía un poco de playa, e hicimos una pequeña caminata a la de Loutsa, a muy poca distancia del centro de Vathy. La playa no era gran cosa, y además hacía un día especialmente ventoso, así que estuvimos poco tiempo más que para darnos un baño casi solos. Pero el camino hasta allí fue delicioso, bordeando la bahía, sombreado a trozos, tropezando a cada paso con pequeños embarcaderos y disfrutando de la hermosa vista del otro lado de la capital, allí enfrente.
Casi llegando a la playa está señalizada una pequeña batería de cuando la dominación veneciana, encargada de vigilar la entrada al puerto natural. Sobre un alto, aún sobreviven dos cañones de la época, apuntando al mar, todavía amenazantes pese a estar desarmados, entre los restos de la pequeña fortificación.
Al regreso a Vathy, nos paramos a almorzar en el restaurante Tsiribis, casi encima de lo que llaman, algo pomposamente, Marina de Ítaca. El lugar es, como tantos en las islas griegas, agradable al máximo, y la comida bastante buena. Hace nada, en un programa reemitido sobre Javier Reverte con motivo del fallecimiento de este gran periodista viajero, hemos visto esta taberna, cuyo dueño, Dimitris, pasó muchas horas con el escritor y se convirtió en uno de los personajes de su gran libro ‘El corazón de Ulises’, o ‘Η καρδια της Οδισσεας’ (I cardiá tis Odiseas’) como leí en las manos de un pasajero griego hace muchos años.
La comida en ese lugar se prolongó y nos dio tiempo a contemplar una discusión bastante encendida entre dos familias de catalanes que habían amarrado su barco frente al local, se habian sentado a comer tan amigablemente hasta que la conversación derivó en una estúpida y violenta situación a causa de una de las adolescentes que los acompañaban. Prácticamente atardecía cuando regresábamos al hotel.
La mañana siguiente fue la de la despedida de Ítaca. Salíamos de la isla con destino a otra minúscula situada frente a la de Lefkada, y llamada Meganisi. El barco que debía llevarnos hasta allí partía a mediodía del puertecito de Frikés, que nos había acogido hacía casi 20 años. Gerásimos nos transportó por última vez (de momento), con bastante antelación puesto que queríamos desayunar tranquilamente en Frikés y aprovechar, tal vez para un último baño.
En el mismo café en el que desayunamos (estaba casi todo cerrado) dejamos las maletas durante un rato y nos acercamos a unas calas idílicas que están muy cerca y que recordábamos de aquella vez. Un mar verde y una orilla de guijarros nos abrazaron durante un rato a Penélope y a mí mientras hacíamos tiempo para el viaje.
De vuelta, casi llegando a Frikes, vimos venir el ‘Ionion Pelagos’, que arribó casi a la vez que nosotros al puerto. Recogimos nuestras maletas y allí íbamos de nuevo, en otro barco a otra isla…
Visitando a Ulises en su casa
Ulyfox | 28 de octubre de 2020 a las 18:59
Gerásimos llegó a la misma hora que el día anterior, con su aspecto de hombre al que no hace falta preguntarle si le gusta comer. Esta vez habíamos concertado con nuestro taxista en Ítaca un recorrido más largo por la isla, haciendo varias paradas, con un punto muy destacado, por encima de todos: el palacio de Ulises, o sea, sus supuestas ruinas, que me había marcado en mi agenda casi desde que era chico.
Yo llevaba dos mañanas ya haciendo una de las cosas que más me gustan en las islas griegas: levantarme bastante temprano y acercarme a la panadería (artopoiío en griego), siempre hay una panadería con pan caliente en las islas. Mejor si el mandado exige un paseo previo bordeando el mar como era el caso en Vathy. En veinte minutos da tiempo de llegar al horno, hacerse con una barra de pan fresco de corteza cubierta de sésamo y volver al apartamento donde ya Penélope, mientras, ha cocido los huevos y preparado el café, por ejemplo.
Con esas bondades en el cuerpo nos montamos en el taxi para conocer Ítaca más a fondo. Subiendo y subiendo, la primera parada fue en el monasterio Katharon, el punto más alto de la isla. No es el convento más bonito ni mejor conservado de Grecia precisamente, pero tiene unas vistas estupendas, a más de 800 metros de altura y cuenta inevitablemente con la emoción ingenua que siempre se halla en las iglesias ortodoxas, llenas de imágenes. Sólo otra pareja paseaba por el jardín y contemplaba los frescos y la aparatosa lámpara en el pequeño templo.
Tras la breve visita al monasterio y el paso por Anogi, enfilamos hacia el bonito pueblo de Stavros, el más animado de la isla, en el interior montañoso, con una plaza llena de bares y un anticipo de lo que veríamos poco después: en el centro hay una vitrina con la maqueta figurada del palacio de Ulises, que se encuentra en las cercanías. Ya se ve que el ingenioso Odiseo no era un rey rico, pero el trabajo de los arqueólogos en esta reconstrucción virtual es estupendo.
Propusimos a Gerásimos tomar un café en la plaza, pero nos hizo una oferta más atractiva: “¿Por qué no tomamos ese café en Exogí, el pueblo que para mí tiene la mejor vista de toda Ítaca?”. Claro, claro. En el camino a Exogí, paramos no más de un cuarto de hora en el pequeño museo de Stavros. Una sola sala para mostrar algunos de los hallazgos de las excavaciones del palacio de Ulises. Poca cosa: algunas jarras, herramientas, joyas y algo especialmente significativo: un pequeño trozo de cerámica en el que aparece el nombre de Odiseo, el héroe de Troya.
Por carreteras aún más estrechas y pasando una cantidad asombrosa de casas tradicionales en venta, nos aproximamos a Exogí, una villa con casi más iglesias que casas y desde mucho antes de llegar empezamos a darle la razón a Gerásimos. Allí abajo, muy abajo resplandecía uno de los mares más azules que hemos visto, y bajo los acantilados blancos pequeñas franjas de playas accesibles sólo en barco, ribeteadas de turquesa. En el café Extraterrestrial, que realmente parece estar situado en el espacio, nos tomamos un café griego con azúcar (elinikó glikó) mirando el paisaje en la terraza, y haciendo decenas de fotos. Mientras, nuestro taxista se sentó en otra mesa bajo el emparrado con el propietario del kafeneion y se pidió un frappé. Éramos los únicos clientes. Gerásimos, dando muestras de que es griego de verdad, pagó nuestra consumición.
Y entonces, decidió llevarnos aún más alto, y enfiló las curvas de un carril asfaltado sólo un poco más ancho que el propio Gerásimos. “No hay problema (kanena próblima)”, dijo. Y nos plantamos ante la verja cerrada del monasterio de Panagía Eleousa, a menos de un kilómetro. Ahí paró, y ahí había un banco para contemplar un panorama aún más hermoso. Y ahí nos sentamos a disfrutarlo sin parar de dar las gracias a nuestro chófer. Desde ahí también nos señaló: “Y ese edificio derruido que se ve allí abajo es el palacio de Ulises”. ¡Sí, ese era! la casa que como dice la Odisea “mira a los tres mares”. Le repetimos varias veces nuestras gracias a Maki, diminutivo del nombre del chófer (de Gerásimos, Gerasimaki, y de ahí solo Maki, así es la lógica onomástica).
Llegó el momento, pues, de visitar el palacio, que está junto a la carretera descendente, pero rotulado como ‘Escuela de Homero’ porque hasta hace poco se pensaba que eso eran las ruinas. Pero las teorías más recientes sostienen que esas escasas piedras milenarias son efectivamente los restos del que fuera palacio del héroe de mil ardides, el mismo Ulises que se inventó la estratagema de un enorme caballo de madera, preñado de soldados aqueos para vencer la firme resistencia de los troyanos.
El lugar está destrozado. Se conoce que hace un tiempo estuvo más cuidado, con maderas, cercas y superficies acristaladas para contemplar los restos. Ahora todo está roto. Se aprecian escaleras de piedra que conducen a la historia y, ya que nos ponemos a temblar, hacia el Olimpo, agujeros en el suelo que bien podrían ser silos o almacenes. Pero la precaución impide acercarse mucho, rodeados como están de tablas caídas con los clavos oxidados.
Subiendo entre árboles hacia una pequeña roca elevada aparece una construcción derruida hecha de grandes bloques de piedra, y ahí sí que uno siente la trepidación homérica ante esa esquina, ese dintel que da a una habitación desde la que se contempla el mar cuyo dios Poseidón se apiadó del héroe y le permitió regresar a su casa tras diez años de calamidades y placeres. Varios cipreses han crecido a su lado para acompañar estos muros, de los que éramos ese día únicos visitantes. Uno no puede comprender cómo este enclave crucial de la historia de la Humanidad puede estar así de abandonado por parte de las autoridades, pero a lo mejor es, otra vez, el destino de Ulises…
Vagó por el Mediterráneo sufriendo y venciendo a sirenas, cíclopes y brujas, disfrutó de placeres con ninfas, peleó con la furia de Poseidón por atreverse a desafiarlo y dio nombre a las aventuras que le sobrevienen al ser humano por reivindicar su condición libre. Y ahora, sigue sin hacérsele justicia a su recuerdo en estos trozos de muros descuidados, por mucho que la isla esté llena de estatuas y rótulos que recuerdan su gesta única y su memoria, aprovechada comercialmente muy bien, eso sí, en souvenirs.
El día fue bello, memorable. Eso íbamos pensando mientras volvíamos por la carretera de la costa occidental contemplando la cercana silueta de Cefalonia, apenas separada por un ancho brazo de mar, parando para fotografiar y apuntar para la próxima vez la playa de Polis. Volvimos a Vathy a la hora ideal para sentarnos en la taberna Batis, un clásico, y dar buena cuenta de una escorpina a la parrilla, acompañada por una abundante ensalada y mejillones al vino, pegados al mar. Todo con vino blanco Róbola, de la vecina isla. No habíamos vivido una odisea, sino un viaje en el tiempo hacia una época mítica, terrible y fascinante.
¡Llegamos a Itaca!
Ulyfox | 17 de octubre de 2020 a las 17:47
Todo el mundo ha leído esa mínima parte de la obra de Kavafis, así que ya casi todos sabemos que tan importante como llegar a Itaca es el camino que hay que recorrer, y sus vicisitudes. Bien, nosotros cumplimos con ese peaje y por fin, una mañana de primeros de septiembre a la hora que, como mandaría Homero, coincide con la “aurora de rosáceos dedos” atravesábamos la isla de Cefalonia en taxi, desde Argostoli hasta el puerto de Sami, para embarcarnos rumbo a la isla de la que fue rey el mítico Ulises, el Odiseo que dio nombre a los viajes o las experiencias complicadas y llenas de contratiempos.
Y, acompañando a la salida del sol, navegábamos hacia nuestro destino. Media hora después el ferry atracó en Piso Aetos, que significa algo así como Aetos de Atrás, por contraposición al Prostá Aetos o Aetos de Delante, la bahía que está al otro lado del estrecho istmo que une las dos partes en que se divide la isla. ¡Estábamos en Itaca! Sentimos algo muy especial al llegar. Por lo que fuera, en anteriores intentos no lo habíamos logrado, desde aquella primera vez hacía casi 20 años. Esta vez parecía cierta la posibilidad de visitar el palacio de Ulises, la cueva de las Ninfas, la fuente de Aretusa…
Como Grecia sigue siendo Grecia, el taxi que habíamos apalabrado no estaba allí, en aquel solitario lugar que sólo tiene un pequeño muelle y una caseta que suponemos albergará lo que sea el equivalente a una autoridad portuaria. Pero Atenea no desampara a sus fieles como cualquier compañía aérea de bajo coste, y allí estaba: había otro vehículo simplemente esperando posibles clientes y esos éramos nosotros. Subiendo y bajando laderas, en poco menos de 10 minutos apareció ante nuestros ojos en la mañana radiante la capital de la isla, Vathy, al fondo del profundo golfo que le da nombre (precisamente Vathy en griego significa “profundo”).
Mucho más bello de lo que esperábamos. Vaticinábamos una población anodina, el único conjunto de casas que casi merece llamarse pueblo, pero encontramos una agrupación de viviendas individuales con fachadas de colores, repartidas en dos o tres hileras alrededor de la casi perfecta ‘u” que forma la bahía, y trepando por unas colinas circundantes llenas de pinos, cipreses y olivos. Allí arriba, la pequeña mancha blanca de Perahori (literalmente, “pueblo de más allá”). Esta sola visión ya inspiraba calma.
Era temprano, pero ya estaba esperándonos en la recepción del Hotel Omirikon la encargada, que nos dio indicaciones sobre todo lo necesario en la isla. Desde ese momento se apoderó de nosotros la sensación de que éramos señores de nuestro tiempo, sentimiento confirmado por la vista desde nuestro balcón. Y por eso desandamos el camino desde el hotel hasta la plaza principal de Vathy y al borde del mar tomamos un tranquilo y largo desayuno con el pan de verdad que se usa en Grecia, mirando como los peces esperaban que algo se nos cayera de la mesa.
Después, dimos un paseo en busca de otra de nuestras quimeras: Penélope acostumbra a navegar por internet a la caza utópica de casas para comprar en esa tierra, y había encontrado una ideal en Vathy, a dos pasos del agua; el precio, normal, se escapaba de nuestras posibilidades, pero aun así nos acercamos a verla, a soñar un poco y a hacer planes con ella en forma de pajaritos revoloteando en nuestras cabezas.
El calor apretaba a mediodía, así que la mejor opción era la playa. Las distancias en Itaca son manejables para hacerlas a pie, pero con la que estaba cayendo buscamos un taxi que nos llevara a la de Filiatró, con fama de ser de las mejores. La fortuna guió nuestros pasos otra vez y dimos con Gerásimos, el taxista que terminaría siendo por varios días nuestro conductor por las endiabladas carreteras. Filiatró, que estaba llena y nos hizo pensar en la pesadilla turística que debió de ser Itaca en otros años sin covid, nos sirvió de refresco con su agua transparente, y de alimentación en la única taberna.
El mismo Gerásimos nos vino a buscar a media tarde y la jornada dio aún para mucho más: un tiempo de relax con lectura en el hotel, un paseo vespertino con rendición de culto a la estatua de Ulises en el puerto y una cena sencilla y muy buena en la taberna Kantouni, que elegimos por la simple razón de que en su terraza sonaba la impar voz de Dimitris Mitropanos: los amores son así, y Mitropanos provoca el amor a primer oído. La camarera, muy guapa, una búlgara que sabía algo de español, nos contó que era amiga de Ana Capsir, excelente autora del blog ‘Navegando por Grecia’, así como del precioso libro ‘Mil viajes a Itaca’ que perdimos en uno de nuestros viajes por allí. Capsir vive en la cercana isla de Lefkada y organiza cruceros en velero por las islas.
El día terminó dulcemente. Y a la mañana siguiente nos esperaba Gerásimos para nuestra primera excursión…