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Dos excursiones desde Molyvos: Petra y Skala Sikaminia
Ulyfox | 17 de marzo de 2021 a las 19:57
Molyvos (también llamada Mithimna), en la costa norte de Lesbos, encierra en sí misma numerosas bellezas, pero si se hace, como nosotros, una estancia de cuatro días permite algunas excursiones a interesantes sitios cercanos. El más cercano es Petra (nada que ver con su misteriosa homónima en Jordania), a sólo unos cinco kilómetros hacia el sur. El lugar es un pueblo agradable, con una buena playa, y muy visitado por grupos turísticos, dada la cercanía al gran polo atractivo de Mólyvos.
Abundan los excursionistas de un día, que acuden a comprar la artesanía que elabora la Agrupación de Mujeres locales, a bañarse y, sobre todo, a visitar la iglesia de la Panagia Glikofillousa (Nuestra Señora del Dulce Beso), sobre su espectacular emplazamiento: una enorme roca (petra, en griego) que se alza en el centro del pueblo y que da precisamente su nombre a la localidad.
La iglesia es imponente vista desde abajo, encaramada al peñasco y para visitarla hay que subir 112 escalones labrados en la roca. Su silueta, una muestra más del gusto de los griegos por colocar santuarios en lugares difíciles y elevados, destaca a lo lejos por encima de todas las casas. Desde arriba, y en un balcón de hierro forjado ante la entrada, se tiene una hermosa vista del pueblo y de toda la costa. En el interior, es de una claridad deslumbrante, y cuenta con una hermosa colección de iconos. Recibe numerosos peregrinos.
Alrededor del santuario se agrupan las casas del pueblo, con sus tejados rojos, y algunas casas señoriales de antiguos magnates, como la llamada Mansión Vareltzidaina, bonito ejemplo de construcción tradicional, de finales del siglo XVIII, y que combina elementos arquitectónicos clásicos y otomanos. Dentro, tiene una preciosa decoración de frescos en paredes y techos. Actualmente está convertida en museo, y muestra la historia de la familia que la habitó y la vida en aquellos tiempos.
Antes de visitar la Panagia Glykofillousa pasamos por delante de una pequeña y sencilla capilla de piedra, la dedicada a San Nicolás (Ayiou Nikolaou). La iglesita estaba engalanada para una ceremonia religiosa infantil, no sé si un bautizo o algo equivalente a una primera comunión, con figuras y banderolas. En el interior, destacaban en la oscuridad las paredes llenas de frescos bizantinos, algo siempre emocionante en estos pequeños templos.
Otra posible excursión, un poco más lejos, aunque no se tarda más de media hora en coche es al precioso y minúsculo Skala Sikaminia, que no es más que el puerto (skala) de Sikaminia, la población principla, situada dos kilómetros más al interior y más alta. Skala no es más que una treintena de casas y casi el mismo número de pequeñas embarcaciones en su muelle coronado por una blanca capilla.
Tiene hacia el este una playa de guijarros grandes bañada por unas aguas bastante frías, y el mejor plan es caminar hacia ella, refrescarse de verdad y volver al pueblecito a comer las excelentes sardinas de la isla, en una taberna junto a las barcas de pesca, rodeados de gatos pedigüeños e insistentes.
A la vuelta, tomamos la carretera de la costa, desde la que se divisaba todo el tiempo el continente turco, ahí tan cerca. En un mirador, nos paramos a admirar la vista. Allí llevaba horas apostada una joven con unos grandes prismáticos. Pensamos que pertenecía a alguna asociación de observadores de aves, pero ni mucho menos. Resultó ser española, y pertenecía a una ONG que vigilaba el incesante tráfico de embarcaciones con migrantes. “Son decenas todos los días” nos contó, y que su misión era contar su número y avisar a los buques de auxilio para que acudieran a rescatarlos. No era una turista precisamente, y su trabajo debía de ser arduo. Pocos días después pudimos constatar directamente el drama, cuando pasamos ante el atestado y desgraciadamente conocido campamento de refugiados en Moria.
En ambas excursiones, fue agradable después volver al Aphrodite Hotel para disfrutar de sus tumbonas e incluso de su playa privada, y terminar las jornadas cenando en su bastante buena taberna junto al mar.
Las habilidades del beduino
Ulyfox | 18 de septiembre de 2011 a las 8:35
Ese beduino estaba en una especie de alero de la portada rosada, grabada en la roca, en la llamada Pequeña Petra, muy cerca de su mucho más conocida hermana mayor. Se trata de una especie de réplica a pequeña escala de la Ciudad Rosada, pero aquí, en lugar de tumbas, las estancias excavadas en la roca se dedicaban a reuniones de negocio y descanso de los nómadas. El lugar está también plagado de cisternas de agua y canalizaciones que servían de suministro a la gran urbe de abajo.
Nos preguntábamos cómo ese hombre de túnica marrón y pantalón blanco había logrado subir hasta aquella cornisa. La respuesta no la obtuvimos, pero sí vimos como bajó, apoyándose con pies y manos en columnas y grietas, como un spiderman del desierto, sin que la túnica se le arrugara ni el pantalón perdiera su blancura. Si pretendía impresionarnos, a fe que lo consiguió.
Nuestro guía en Jordania, Mohammed, nos contó varias cosas de los beduinos, los nómadas del desierto, ganaderos y expertos en sacar de la aridez un gran producto agrícola, habitantes durante siglos de las tumbas de Petra. Nos dijo que muchos siguen prefiriendo plantar sus tiendas junto a las carreteras que aceptar las viviendas que les ofrece gratuitamente el rey Abdalá en su afán de integrarlos.
Pasamos por un pueblo limpísimo poblado por beduinos asentados, pero Mohammed nos advirtió: si venís de noche, no encontraréis a nadie en sus casas porque prefieren irse a las montañas a dormir a sus tiendas, que conservan, y a charlar alrededor del fuego. Comprobamos cómo muchos que han aceptado las casas han plantado su tienda en el mismo patio o pegadas a la cerca.
“Pero el beduino es listo, muchos ahora son ricos gracias a que han prosperado en la agricultura, o como propietarios de bazares, el dueño de la principal cadena de gasolineras del país es un beduino”, nos contaba Mohammed. En Petra y en el desierto de Wadi Ram, son los reyes. Y entre camellos, cabras y plantaciones, conservan su misterio, parecen dueños de su destino, como pocos pueblos. Nos pareció.
El día que conocimos Petra
Ulyfox | 9 de septiembre de 2011 a las 19:44
Ese día estaba marcado en mi agenda desde hace años, marcado en blanco. No pensaba que llegaría, desde que por aquel entonces descubrí en un dominical una fachada de templo griego excavada en una roca rosada, mucho antes de que ni siquiera pensara Spielberg en rodar ‘Indiana Jones y la última cruzada’. Hace tanto… pero ya entonces me dije que tenía que conocer este sitio.
Muchos dirían que no hay palabras para describir Petra, y yo digo que hay miles. Lo que pasa es que todas se quedan cortas. A mí me entrecortó la respiración cuando salí del Siq (el Desfiladero) para encontrarme con la fachada del Tesoro, la tumba del rey Aretas IV, la más espléndida última morada que he visto, con sus columnas, frontones y esculturas sacadas de la roca viva. Era como lo habían descrito, pero lo que yo no sabía es que era el principio de cientos de maravillas que veríamos más adelante, un extraordinario primer plato de una comida inolvidable.
Llegamos temprano al inicio del Siq, señalado por los restos casi inapreciables de un arco de triunfo que hicieron al general Pompeyo cuando visitó la ciudad. No tuvieron más que poner unas piedras entre pared y pared del desfiladero, pero se han caído.
El camino de entrada hacia Petra es este largo pasadizo natural de 1,2 kilómetros de extensión, de anchura variable pero muy angosto en algunos tramos, por los que pasan a lo justo dos personas y en los que es imposible divisar el cielo. Por eso permaneció durante siglos oculta a la mirada de Occidente y en poder de los beduinos, que utilizaron las tumbas como viviendas.
En el Siq las formas, los colores de las piedras, las diversas maneras en que la luz se cuela desde lo alto, los canales hechos en la roca por los nabateos para llevar el agua, sorprenden y maravillan a cada paso. Parecería que está concebido como una forma artificial de ir preparándote el corazón para cuando desemboques a través de esa grieta en la plaza donde está la tumba del Tesoro.
El Tesoro. Por más que lo hayas visto en cientos de fotos, en folletos turísticos, en televisión e incluso en la película de Indiana Jones, no dejará de apabullarte, pese a los vendedores instalados en frente, pese a los vociferantes hombres que te ofrecen camellos para acercarte a la ciudad romana, algunos cientos de metros más allá, pese a los atuendos de algunos turistas que parecen ignorantes de los que se halla ante ellos.
El Tesoro brillaba casi amarillo a esa hora temprana de la mañana, con el sol dándole de pleno con sus decenas de metros de altura, con sus columnas expuestas a la luz ese día que estuvimos allí, como en todos y cada uno de los cientos de miles de días que lleva construido, pero al regreso, con el astro rey al otro lado, se había convertido en rosa, para hacer honor al sobrenombre de La Ciudad Rosada que lleva Petra.
Aunque no es una ciudad, bien lo sabéis, sino un inmenso, sublime, loco cementerio ideado por los nabateos, ese pueblo nómada que vivía en tiendas y que llevaba consigo la huella griega y egipcia. Casas eternas de piedra para los muertos, frágiles estructuras desmontables para los esforzados vivos.
Miles de tumbas modestas o suntuosas aparecen a nuestra vista a partir del Tesoro. Panteones esculpidos en la piedra arenisca para los ministros en el llamado Desfiladero Frío, enormes las Tumbas de los Reyes allá arriba en los riscos, huecos desgastadísimos con interiores en los que la roca desértica muestra multitud de vetas de colores, asombrosos e inesperados.
En medio, un teatro romano, porque los romanos sí decidieron vivir allí, y más adelante el Cardo Máximo, restos de templos dedicados a dioses aún desconocidos. Y muy arriba, al frente y en lo alto, escondida al final de 850 escalones, la tumba conocida como el Monasterio, la más grande, gigantesca, pero imposible superar en belleza al Tesoro. Una leve indisposición estomacal nos privó de extasiarnos ante el Monasterio. Los que subieron nos dijeron que no estaba mal, pero que era demasiado esfuerzo para el resultado. Algo, sólo algo, nos consoló este comentario.
La vuelta la hicimos, pues, solos y a un ritmo endiablado, para llegar cuanto antes al hotel, afortunadamente pegado a la salida de Petra. Pero aún nos dio tiempo de comprobar, la vista atrás, a través de la grieta natural, como el Tesoro es efectivamente rosa, un color que ya nos acompañará para siempre como Petra ha aguantado el paso de los siglos y de los pueblos. Un tesoro para ir gastando poco a poco en nuestros recuerdos. Para esto, fundamentalmente, habíamos venido a Jordania.
No se lo pierdan. Si pueden, deben.
Un tipo llamado Moisés
Ulyfox | 29 de agosto de 2011 a las 22:18
Aquel hombre tuvo que ser un gran hombre, y a lo mejor no tuvo el final que se merecía. O tal vez sí. Guió a su pueblo, elegido o no, durante cuarenta años, huyendo de Egipto y hacia una tierra prometida, y dejó a su gente a las puertas de su hogar. Pero su figura fue tan fieramente humana que tuvo al menos un par de errores grandes. Por lo visto, demasiado grandes, ya que el dios de su pueblo lo castigó, primero a vagar durante cuarenta años por el desierto junto con ellos, y luego a morir a unos metros de su detino, tras contemplar el valle del Jordán y la tierra de Galilea, verdes de un verde increíble tras tantos años de condena amarillenta y pedregosa.
Ese lugar desde el que Moisés, Musa para los árabes, divisó los olivos, las viñas y los frutales y en el que quizá comprendiera que su grandeza fue su proyecto, su camino, no el destino, es el Monte Nebo, a poca distancia del Mar Muerto. Allí, posiblemente, fue enterrado por dos ángeles en un lugar indeterminado y aún no hallado. Allí, cuando uno mira al frente no contempla sólo entre brumas los verdes cultivos y Jericó a lo lejos, o no sólo adivina Jerusalén en aquel alto. La mirada atraviesa rauda generaciones enteras, y viaja a historias antiguas oídas a profesores con sotana, ve las barbas de Moisés al viento y seguro, seguro, dos lágrimas asomando a sus ojos de 120 años. Uno, frente a aquel panorama amarillento y antiguo como ninguno, no mira al cielo, sino que otea la humana dificultad de vivir y el empeño en conseguirlo, el heroísmo de los hombres atravesando siglos. Y estremece.
¡Es el monte Nebo! ¡Aquí murió Moisés, pero vaya forma de morir! ¡Aquí hemos estado! Luego, más abajo, ya en Wadi Musa (Valle de Moisés), junto a Petra, me atreví a beber agua de una de las fuentes de las que se dice que el líder israelíta hizo brotar golpeando la piedra con su cayado, ese que también separaba las aguas de los mares o se convertía en serpiente para impresionar a los sacerdotes egipcios. Un manantial que surge desde nuestro principio, supongo, y al que las familias de Wadi Musa siguen acudiendo a aprovisionarse, para ellos, para sus animales. Así que supongo que hemos empezado bien nuestro viaje por Jordania.